domingo, 24 septiembre 2023

Martín Beorlegui Zozaya

Calidad, Medio Ambiente y PRL

Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar no muy alejado de aquí, vivía un zapatero feliz. No penséis que en aquel entonces todo el mundo lo era, pero él había encontrado el equilibrio perfecto: tenía un oficio que le encantaba y en el que estaba muy bien valorado. Ello le permitía ganar lo suficiente como para llevar una buena vida pero trabajando sólo cuando él quería, lo que le dejaba tiempo libre para dedicarse a su gran afición: la pesca.

Todo el mundo demandaba sus botas y sus zapatos y su clientela se extendía por toda la comarca; era un artesano reconocido y además sólo trabajaba con materiales de primera calidad: compraba las pieles, hebillas, cordones, tintes, suelas y colas a los mejores fabricantes y ello, sumado a su habilidad en el oficio, le hacía ser un zapatero muy cotizado…y bastante caro.

Como ya os he dicho, nuestro amigo tenía dos grandes pasiones: hacer zapatos y pescar. Solía practicar ese deporte con su buen amigo el hijo del marqués (porque en aquella comarca había marqués y todo) y como ambos tenían bastante tiempo libre –el zapatero, porque sólo trabajaba por encargo y a buen precio y el hijo del marqués, por motivos obvios- pasaban mucho tiempo juntos. Un buen día el artesano empezó a fijarse demasiado en los útiles de pesca que utilizaba su amigo. “¡Vaya caña nueva te has comprado!, tiene que pescar sola. Y vaya botas, ¡esas no te las he hecho yo!” El caso es que el zapatero no era persona envidiosa, pero, como a casi todo el mundo, le gustaban las cosas buenas…y empezó a fantasear con la posibilidad de ganar más dinero para poder comprárselas. Algunos dirán que ese fue el comienzo de su éxito y otros opinarán lo contrario.

Tras analizar su situación, el zapatero llegó a una rápida conclusión: trabajaba poco y podría ganar más dinero cosiendo más y pescando menos. El problema era que no había suficientes clientes en la comarca que pudieran pagar sus artículos y no estaba dispuesto a bajar el precio de su hora de trabajo…¡él era un artista!. Pronto encontró la solución: para conseguir más clientes tenía que ampliar su radio de acción. Para ello contrató a dos mozos del pueblo, compró dos caballos y les envió a las comarcas vecinas a buscar nuevos clientes. Pronto los pedidos comenzaron a llegar. En vista del éxito contrató a más jinetes y compró más caballos, enviándoles aquí y allá. Algún tiempo después el sabio de la comarca le dijo que eso un día se llamaría “departamento comercial”. La demanda se disparó y…también las horas de trabajo. Nuestro amigo trabajaba mañana, tarde y noche y, aunque ganaba mucho más dinero, estaba muy lejos de ser feliz: su tiempo libre se había esfumado y la pesca se había convertido en un agradable recuerdo.

Consciente de que eso no es lo que quería para su vida, el zapatero siguió estudiando la situación: “si tengo tanto trabajo, necesito ayuda”, se dijo. “Pero…¿cómo voy a fiarme?. Todo el mundo da por hecho que yo confecciono los zapatos y por eso me los encargan a mi; ¿querrán zapatos fabricados por mis ayudantes?”. Entonces el zapatero lo vio claro: tenía que poner por escrito detalladamente todos los pasos que era necesario seguir para fabricar cada modelo de bota o zapato y combinar esos documentos con una sólida formación de sus aprendices. Si hacía esto y supervisaba el trabajo realizado nadie podría decir que la calidad de sus productos había disminuido. Con mucha determinación se puso manos a la obra y pensó en un formato de documento al que llamó “receta”, por falta de un nombre más adecuado. Tiempo después, el sabio de la comarca le dijo que un día eso se llamaría “procedimiento” y que si el procedimiento hacía referencia a una tarea individual y más sencilla se llamaría “instrucción de trabajo”.

Las “recetas” del zapatero tendrían un diagrama dibujado en el que se esquematizarían las fases del proceso, un espacio para indicar las materias primas necesarias y los posibles documentos auxiliares de entrada (formulación de tintes, etiquetas de las colas, características de las pieles…), además la “receta” tendría una identificación clara de las salidas –es decir, de qué se esperaba obtener y de qué documentos había que generar (partes de trabajo, por ejemplo)- y además, habría que indicar las responsabilidades y funciones de los trabajadores y una lista de las comprobaciones que habría que realizar antes de dar un par de botas o de zapatos por buenos. Todo esto, lógicamente, debería estar acompañado de una descripción detallada de aquellas fases de trabajo que pudieran resultar más complejas. Sistemas gestión certificados

Pocas semanas después nuestro protagonista había preparado a varios aprendices y todos los detalles estaban descritos en sus famosas “recetas”. Además, para su sorpresa, en este proceso identificó varias posibilidades de mejora en su forma de trabajar. En realidad nunca había tenido la obligación de pararse a pensar en la mejor forma posible de hacer las cosas: lo que hacía estaba suficientemente bien y suponía que era la forma correcta de hacerlo. Sin embargo, en cuanto tuvo que poner las cosas por escrito se vio en la necesidad de analizarlas con mucho detalle y se dio cuenta de que su soberbia le había pasado una mala jugada: podía trabajar mucho mejor.

La cosa funcionaba: con su grupo de trabajadores bien formados y con todo bien descrito y controlado la producción iba viento en popa y los pedidos podían atenderse sin que él sacrificara toda su vida al trabajo. De nuevo volvió a pescar.

Un buen día – o un mal día, según se mire- uno de sus jinetes regresó con grandes noticias: había encontrado a un gran cliente; de hecho era un SUPER cliente. Parecía ser que en la capital de aquel reino había un gran mercado en el que se vendía de todo, similar al mercado semanal de la comarca de nuestro zapatero pero muchísimo mayor. Además, ese mercado había organizado una red de mercados, también muy grandes, en las principales ciudades del reino. El gran mercado se llamaba “El Corte Francés”. Según le explicaron al jinete enviado por nuestro amigo en este mercado se vendían mercancías de gran calidad y sólo contaban con los mejores proveedores. Como sus ventas eran enormes podían absorber prácticamente toda la producción de un fabricante como él: estaban dispuestos a ofrecerle un buen trato. Nuestro zapatero estalló de júbilo: si todo lo que fabricaba era adquirido por “El Corte Francés” ya no tendría que mantener a su pequeño ejército de jinetes (su departamento comercial, según el sabio de la comarca) y todavía ganaría más dinero.

Lleno de grandes esperanzas acudió a la capital del reino para negociar las condiciones con los responsables de su futuro gran cliente. La reunión fue un auténtico jarro de agua fría para nuestro amigo. “El Corte Francés” estaba dispuesto a comprarle prácticamente toda la producción, pero a un precio que marcarían ellos, con los plazos de entrega que le indicaran, en las cantidades precisas y embalados en cajas con la marca de “El Corte Francés”. Si él no estaba dispuesto le encargarían la producción a otro zapatero tan bueno como él y coparían el mercado de igual forma, solo que él se quedaría fuera del negocio. Nuestro amigo, con una mezcla de indignación, miedo y un poco de codicia analizó las condiciones del contrato que le proponían y llegó a la conclusión de que no era posible llegar a esos precios manteniendo la calidad: o compraba peores materias primas, o bajaba drásticamente el sueldo a sus trabajadores o perdía dinero.

Cuando llegó a su casa se sentó a pensar en una posible solución pero no se le ocurrió ninguna idea brillante que hiciera desparecer su problema de un plumazo. En realidad esa solución no existía. Cuando al día siguiente llegó a su taller comenzó a deambular por él fijándose en todo lo que allí había: una zona de trabajo, un gran almacén de materias primas y producto terminado, los establos de los caballos de sus agentes comerciales, la zona en la que estos se reunían, el área en el que estacionaban las carretas para cargar y descargar, el pozo de agua…Y entonces lo vio claro: había prestado mucha atención a la forma de fabricar pero no había pensado en todo lo demás.

¿Era lógica su forma de comprar y abastecerse? ¿Para qué tener ese enorme almacén de materias primas si pueden pasarse de moda antes de consumirlas y, además, le cuesta mucho dinero comprarlas antes de usarlas? ¿No podría utilizar el espacio del almacén para poner más máquinas y fabricar más? ¿No podría hacer lo mismo con el almacén de producto terminado si ahora la producción iba a salir directamente hacia el cliente? ¿No podría organizarse mejor el transporte? ¿Estaba seguro de que sus comerciales seguían unas rutas ordenadas y lógicas? ¿Sufrían sus máquinas demasiadas averías por no tener un método de mantenimiento correcto? ¿Tenían sus trabajadores todos los conocimientos necesarios? ¿Les preguntaba su opinión acerca de posibles mejoras? ¿Podría reducir sus tributos si contaminase menos el río? ¿Y se deshacía correctamente de los restos de pieles, envases de cola y otros desechos o podrían multarle por hacerlo mal? ¿Tenía pérdidas debidas a pequeños accidentes de sus trabajadores? ¿Si trabajasen más cómodamente serían más productivos?.

Nuestro amigo tuvo que sentarse para no caer al suelo cuando se dio cuenta de la realidad: jamás se había parado a pensar en todo eso, sencillamente porque siempre lo había hecho a su manera y porque desde que dejó de ser un modesto artesano no había tenido ni un minuto de tiempo libre para poder pensar en nada. Al igual que hizo en su día se puso manos a la obra: sacó su libro de recetas y empezó a reunirse con todo el mundo. Sorprendentemente a todos sus empleados les ocurría lo mismo que a él: nunca habían tenido tiempo para pararse a pensar en la mejor forma de hacer las cosas; ahora era el momento de hacerlo.

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Varias semanas después cada uno de los diferentes ámbitos sobre los que se había preocupado (el hombre sabio de la comarca le contará meses después que en el futuro, a esos ámbitos se les llamaría “procesos”) estaba perfilado, corregido y documentado. Los resultados fueron asombrosos: lo que no generaba un claro ahorro producía nuevos ingresos. Entusiasmado, nuestro zapatero fue un paso más allá: comenzó a medir los resultados de todo lo que hacía (ventas, mantenimiento, formación, compras, seguridad, producción, transporte, almacenamiento) y se marcó objetivos de mejora.

La felicidad volvió a casa de nuestro protagonista. De nuevo todo estaba controlado y cada vez sus ingresos eran mayores. A estas alturas la pesca era un recuerdo relativamente lejano: nuestro amigo había dejado de ser un artesano para convertirse en un empresario y había descubierto en ello su nueva pasión. El trabajo había dejado de ser para el sólo una forma de ganarse la vida y se había convertido en lo más importante.

Pero la felicidad dura poco. Un día llegaron noticas de “El Corte Francés” y no eran buenas. Su gran cliente le planteaba una nueva exigencia de la que nuestro antiguo artesano ya había oído hablar: querían que obtuviera la certificación ISO 9001. Nuestro amigo montó en cólera. “¿Para qué necesito yo esa tontería!, se dijo. “¡A estas alturas nadie tiene que enseñarme a trabajar, no es más que un gasto estúpido!” “¡Quieren que llene de papeles la fábrica!”. “Eso no puede ser, tengo que evitarlo como sea”

Lleno de zozobra decidió acudir a pedir consejo al hombre sabio. En una de las cuevas de las montañas de aquella comarca habitaba un anciano al que los habitantes de las aldeas del valle acudían, de vez en cuando, a pedir consejo. Nadie conocía su nombre y todos le llamaban, sencillamente, “El Hombre Sabio”.

Cuando nuestro protagonista explicó su caso al anciano, éste le miró con semblante severo.

Eres un quejica y me estás poniendo dolor de cabeza” -le dijo. ¿Tú te has molestado en leerte las normas ISO 9001, ISO 14001 y OHSAS 18001 o has empezado a lloriquear antes de hacerlo?”.

El zapatero le miró perplejo, con una mezcla de vergüenza y decepción. El Hombre Sabio prosiguió:

Cuando te molestes en leer las normas verás que la mayor parte de lo que piden tú ya lo estás haciendo porque…¡son cosas de puro sentido común!. Tienes una buena empresa en la que has implantado un sistema de gestión sin darte cuenta y estás muy cerca de la certificación. Lo único que te falta es hacer una buena recopilación de tus indicadores de seguimiento, hacer una auditoría interna, establecer objetivos y metas para el año que viene y gastarte cuatro perras en la certificación”.

El zapatero le miró con cara de incredulidad e intentó defenderse:

Pero si yo ya lo tengo todo controlado, ¿para qué quiero la certificación, para que me sirve?

No entiendes nada –le contestó el sabio. No eres tú el que necesita certificarse, sino que es tu cliente el que necesita que lo hagas. Quiere saber que lo tienes todo bajo control, que en caso de faltar alguna persona clave, empezando por ti mismo, no habrá grandes problemas porque la referencia escrita garantizará la continuidad de los procesos y además quiere saber que mides lo que haces y que lo puedes mejorar. Así podrá exigirte más calidad. Sé que parece una esclavitud, y lo es, pero eres tú el que decidió dejar de ser un simple artesano para convertirte en un empresario, de forma que asume las consecuencias.

A estas alturas la cara del zapatero era un verdadero poema, pero en el fondo sabía que El Hombre Sabio –como era lógico- tenía razón.

– Ah!, y, por cierto, como vuelvas a venir a molestarme con tonterías te suelto al perro.

Y colorín, colorado, ese cuento se ha acabado.

(Fuente: ohr.es)


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