La pasada crisis financiera de 2008 sorprendió a la Ley Concursal en pañales. Aprobada poco tiempo antes, en época de bonanza, para superar las obsoletas leyes de suspensión de pagos y quiebra, la nueva regulación y los recién creados Juzgados de lo Mercantil se encontraron de pronto ante una avalancha concursal que nadie esperaba.
Mientras algún gobernante de infame recuerdo presagiaba brotes verdes en la economía española y presumía de la fortaleza de nuestro sistema financiero, un tsunami de concursos reventaba las puertas de los Juzgados. Las disfunciones de la incipiente normativa forzaron hasta seis reformas legislativas, no todas ellas afortunadas, entre los años 2009 y 2015. Y ante la falta de desarrollo jurisprudencial, los jueces mercantiles hicieron lo que buenamente pudieron al interpretar, sin más armas que su leal saber y entender, las lagunas y sombras del articulado, que no eran pocas. El problema fue la inseguridad jurídica que ello supuso, pues ante iguales supuestos de hecho se dieron dispares respuestas judiciales. En fin, todos tuvimos que aprender sobre la marcha.
Hoy, por fortuna, el panorama es distinto. Existe un alto grado de especialización en la judicatura mercantil, no solamente a nivel de instancia, sino también en las audiencias provinciales, y la anterior crisis permitió al Tribunal Supremo asentar su criterio sobre la mayor parte de las cuestiones que se ofrecían dudosas. Otra cosa es la recurrente falta de medios de la que sigue adoleciendo nuestra administración de justicia, siempre maltratada por gobernantes de uno y otro signo.
«La anterior crisis permitió al Tribunal Supremo asentar su criterio sobre la mayor parte de las cuestiones que se ofrecían dudosas».
La pandemia en que estamos inmersos anuncia una reactivación de la actividad concursal. Si eso se confirma, nos encontraremos con un escenario preocupante. Los procedimientos concursales reducen la tasa de recuperación de créditos y destruyen valor empresarial, a tal punto que alrededor del 95 % de los casos terminan con la liquidación de las empresas concursadas. Es verdad que las liquidaciones no siempre impiden la conservación de la actividad, como sucede cuando se transmiten las unidades productivas durante el proceso concursal, pero la estadística refleja que en la mayoría de los casos las concursadas acaban siendo desguazadas o pasto de los buitres.
Pese a la experiencia de la anterior crisis, o tal vez debido a ella, España no ha desarrollado una cultura concursal como otros países de nuestro entorno. La empresa concursada se convierte en una especie de leprosa, de la que huyen clientes y proveedores por temor al contagio; las entidades financieras les cortan el grifo, buscando hincar el diente a sus fiadores; y las administraciones públicas les cierran todas las puertas.
Además, el principio de igual condición de los acreedores se convierte en una quimera ante los privilegios públicos que el legislador ha venido introduciendo a favor de Hacienda y Seguridad Social. La tramitación del procedimiento es lenta, además de cara, y puede llegar a eternizarse si no se dota de suficientes refuerzos a los órganos judiciales ante la nueva oleada de demandas que se prevé. Incluso con ello, es un hecho que los ritmos del juzgado nunca van a la par de las necesidades reales de la empresa.
Con todo, la decisión de acudir al concurso no se adopta por voluntad propia, sino por obligación legal. El empresario que se encuentra en situación de insolvencia tiene el deber de instar la declaración concursal so pena de asumir responsabilidades patrimoniales que, en los casos más extremos, pueden condenarle a la más absoluta indigencia. Esta es, con mucho, la decisión más trascendente a la que se enfrenta un empresario a lo largo de su trayectoria. Es en ese dramático momento cuando todo lo construido se pone en jaque. Muchos cruzan la puerta del juzgado arrastrados por las circunstancias, sin una estrategia definida y sin saber qué les deparará el destino.
«Sería una buena medida ampliar el plazo legal de solicitud del concurso (actualmente de dos meses) para dar más tiempo a las empresas en la búsqueda de soluciones».
Por eso, resulta conveniente explorar aquellos instrumentos que el ordenamiento jurídico reconoce, tendentes a mitigar o paliar los efectos nocivos del concurso, especialmente en esos supuestos de crisis no estructural en que la empresa se ve aquejada por circunstancias puntuales de iliquidez. Existen institutos preconcursales dirigidos a abordar esta clase de situaciones de un modo menos invasivo (como el acuerdo extrajudicial de pagos y el de refinanciación), así como la opción de anticipar la solución negociada, con mayor rapidez y flexibilidad y menor coste, mediante una propuesta anticipada de convenio que preserve la continuidad del negocio. Sería una buena medida ampliar el plazo legal de solicitud del concurso (actualmente de dos meses) para dar más tiempo a las empresas en la búsqueda de soluciones.
La destrucción masiva de nuestro tejido empresarial no es una opción. España no puede ni debe permitirse un nuevo fracaso colectivo. Para ello, superada la emergencia sanitaria, los operadores jurídicos tendrán que esforzarse por encontrar salidas extrajudiciales que garanticen la supervivencia de la actividad productiva. Todo menos volver a ver nuestros tribunales convertidos en UCI empresariales, cuando no en verdaderos cementerios de empresas.
Ignacio del Burgo Azpíroz
Socio en Del Burgo Rández Abogados