Lo sé. No tengo fácil justificar semejante título. Pero si se me permite una comparación, para entendernos, la relación entre el sueldo y un pingüino es equivalente a la de un torero, pongamos Talavante, con los fogones de un restaurante: nula…, hasta que ponemos una cazuela de rabo de toro en escena. Entonces todo parece tener sentido: el maestro, el morlaco, el rabo exhibido como merecido trofeo, y el puchero donde ya hierve el apéndice con algunos privilegiados disfrutando del resultado. … Pues algo así, como espero explicar.
Salvo excepciones, el trabajo retribuido es la forma que tenemos de procurarnos la manutención y la satisfacción de otras necesidades y deseos materiales. A ello dedicamos al menos un tercio de nuestra vida, con desigual resultado.
Lo cierto es que el trabajo supone, además del acceso a lo que tiene un precio, un elemento básico de equilibrio sicológico. El ser humano necesita contrastar su valor como persona y encontrar su lugar en la sociedad a través de la exhibición y afirmación de sus conocimientos y habilidades, al igual que comprobar que tales recursos son apreciados por un tercero como una inversión rentable. La mejor prueba de lo anterior es, por desgracia, la que con frecuencia se observa en los parados: su autoestima decae y aumenta su inseguridad hasta llegar en ocasiones a manifestar un cierto desequilibrio que les dificulta encajar el resto de piezas de su vida.
Así pues, la jornada laboral es también una especie de “terapia” que mantiene en orden nuestra mente y nuestro espíritu. Para esta percepción del trabajo los expertos han acuñado el término “salario emocional” que identifica otras formas de retribución no pecuniaria que, en la actualidad, el trabajador valora cada vez más y las empresas deberían asumir como factor de rentabilidad de la inversión en sus recursos humanos. En los estudios, por cierto, que indican las empresas más atractivas para trabajar predominan siempre aquéllas que más cuidan este “otro” sueldo.
El salario emocional puede adquirir muchas formas. Algunas de ellas son:
- Horario flexible y trabajo no presencial. Entre nosotros aún prevalece la cultura del cumplimiento del “horario” más que la del objetivo encomendado, cuando tiempo y productividad no son sinónimos. Por el contrario, tener una cierta libertad para elegir horario y espacio de trabajo, se traduce en una mayor exigencia y se percibe como una muestra de confianza, que, además, acrecienta nuestro sentido de responsabilidad.
- Apoyo a la promoción profesional. Las empresas deberían apostar mucho más por el valor futuro del trabajador y no solo por su capacidad presente para cumplir determinadas funciones. Con esta perspectiva, la formación es básica y las facilidades que la empresa ofrezca para ello crean una estrecha sensación de pertenencia a la organización, … que los pingüinos, como luego veremos, entienden bien.
- Formación y actividades no relacionadas con el trabajo. Puede parecer un contrasentido, pero facilitar recursos docentes o propuestas para el simple crecimiento personal redunda en una mejora laboral, en capacidad y actitud. Desde cursos de idiomas, actividades artísticas, visitas culturales, dinámicas al aire libre, deporte… a todo aquello que, de forma colectiva y voluntaria, favorezca el desarrollo integral de la persona.
- El reconocimiento. De tan obvio, es, con frecuencia, lo más olvidado. Es cierto que el empleado asume por contrato con su empresa la obligación de realizar su trabajo lo mejor que sus habilidades y conocimientos le permiten y que la otra parte no tendría por qué reconocer lo que es un simple deber. Con las máquinas quizá sea así, pero tratamos de personas y del esfuerzo que, de vez en cuando, busca ser reconocido. El mejor jefe no es el que más órdenes da al cabo de la jornada sino el que mejor equilibra exigencia y reconocimiento.
En el polo sur, los pingüinos se agrupan en grandes colonias y así, apretados unos con otros, se protegen del frio y se sienten más seguros ante los depredadores. Si se observa su comportamiento se ve que se mueven y actúan sencillamente siguiendo al que tienen más cerca, como éste imita a su próximo, y así hasta llegar a los que ocupan los extremos del grupo, de cuya decisión depende, por un inexplicable contagio, el comportamiento encadenado de todos los demás. Si aquellos se lanzan al mar, uno tras otro, todos irán detrás de él.
Me atrevo a pensar que el salario emocional provoca una especie de efecto pingüino porque puede ser el elemento impulsor de las conductas más provechosas tanto para los trabajadores como para la empresa. Impregnar el lugar de trabajo y compartir no solo inquietudes profesionales y responsabilidades laborales sino también otras más íntimas y personales es, seguro, una excelente inversión. Lo saben hasta los pingüinos.
Javier Ongay
Consultor de Comunicación y Marketing. Formador