Antes de la pandemia causada por la Covid-19, una empresa que no podía satisfacer sus deudas (o que lo preveía) se encontraba, conforme a nuestra legislación concursal, en situación de insolvencia actual o inminente. Así mismo, estaba obligada a solicitar que se le declarara judicialmente en concurso de acreedores.
Sin embargo, tras la declaración del estado de alarma en marzo del pasado año, esa obligación de solicitar el concurso ha sido objeto de sucesivas suspensiones. La última de ellas, la aprobada en el Real Decreto-Ley 5/2021, del 12 de marzo, finalizará el 31 de diciembre de este año. Por eso, los titulares o administradores de las empresas en situación de insolvencia dispondrán de un plazo de dos meses para solicitar el concurso a partir del 1 de enero de 2022.
Es incuestionable que la mencionada moratoria concursal permite ganar tiempo a los titulares o administradores de esas empresas, en espera de que la pandemia se controle y de que la economía se reactive. Y tampoco cabe duda de que las ayudas aprobadas por las Administraciones Públicas pueden, mientras tanto, contribuir a que muchas de esas empresas superen las dificultades que atraviesan a raíz de la pandemia. Según datos del Banco de España, a finales de 2020 el 30 % de las grandes empresas de nuestro país y el 40 % de las pequeñas y medianas tenían dificultades financieras. De todas ellas, un 20 % estaba en situación de insolvencia.
Pero tan incuestionable como lo anterior es que dicha moratoria está prolongando artificialmente la vida de numerosas empresas insolventes, muchas de las cuales lo eran ya antes de la pandemia. Y las consecuencias negativas que de ello se derivan no se deben minusvalorar. Por una parte, la moratoria en vigor no impide a los acreedores de esas empresas insolventes iniciar procesos judiciales de ejecución frente a ellas, y dichos procedimientos pueden conllevar una liquidación desordenada del patrimonio de la empresa.
“La moratoria en vigor no impide a los acreedores de empresas insolventes iniciar procesos judiciales de ejecución frente a ellas. Y estos pueden conllevar una liquidación desordenada del patrimonio de la empresa”.
Por otra parte, si esas empresas continúan en situación de insolvencia una vez que se alce la moratoria, sus titulares o administradores estarán obligados a solicitar el concurso. Entonces se evaluará en qué medida la demora en la presentación de dicha solicitud pudo agravar la insolvencia. Y, si el resultado de esa evaluación fuera tal, el concurso se declararía culpable y se les podrían imponer graves sanciones a los titulares, administradores o directores generales de esas empresas. Entre ellas, por ejemplo, la de cubrir el déficit concursal, es decir, la de pagar (respondiendo con todo su patrimonio, presente y futuro) la diferencia existente entre el importe de los créditos reconocidos a los acreedores y el de los bienes y derechos incluidos en el inventario de la masa activa del concurso.
Por último, no hay que olvidar que, como ha puesto de manifiesto el Banco de España en un reciente informe, el mantenimiento en el mercado de las llamadas empresas zombis causa perjuicios a las que no lo son, implica una mala asignación de los recursos y deteriora la productividad agregada.
Por todo ello, lo que los titulares o administradores de esas empresas deben hacer no es demorar la solicitud del concurso al amparo de la moratoria en cuestión, sino efectuar la comunicación judicial prevista en el artículo 583 del Texto Refundido de Ley Concursal. Así se abriría un plazo de tres meses en el que los acreedores no podrían instar ejecuciones sobre el patrimonio de la empresa deudora, y en el que ambas partes podrían iniciar negociaciones para reestructurar la deuda acumulada.
“En estas circunstancias, los administradores de empresas en dificultades deben actuar como si de una enfermedad se tratara: en cuanto perciban los síntomas, consulten con un especialista“.
Si dicho intento de reestructuración resultara fallido, los titulares o administradores de esas empresas deberían solicitar el concurso, en cuyo marco podrían intentar de nuevo la reestructuración de la deuda mediante una propuesta de convenio; o vender a terceros determinadas unidades productivas autónomas de la empresa. Si nada de eso resultara posible, se abriría la fase de liquidación y, con el producto de esta, se pagaría a los acreedores conforme a lo establecido al respecto en la legislación concursal.
Pero, en cualquier caso, la adopción a tiempo de las medidas que acabo de señalar eliminaría los riesgos asociados a la demora en la solicitud del concurso. En unas circunstancias tan complicadas como las que estamos viviendo, la recomendación más sensata que cabe hacer a los titulares o administradores de empresas en dificultades es que actúen como si de una enfermedad personal se tratara: en cuanto perciban los primeros síntomas, consulten con un especialista para que este, tras analizar todos los datos relevantes, diagnostique sobre la solvencia y sobre la viabilidad total o parcial de la empresa, y proponga el tratamiento más adecuado.
José Antonio Asiáin Ayala
Abogado en Asiáin & Moreno Administradores Concursales