Nuestra vida en sociedad precisa de ambos elementos. La “noble” (con sus excepciones) actividad política, y los enrevesados vericuetos de la economía articulan nuestra convivencia y, en consecuencia, nuestro nivel de felicidad o de frustración colectiva.
Sin embargo, la relación que tenemos con la política es distinta que la que tenemos con la economía, como lo es también nuestra consideración de las personas que las ejercen.
Con la política, sus organizaciones y sus actores mantenemos una vinculación emocional. Nos gustan o disgustan sus ideas, sus proyectos…, y su forma de hablar, su roce con el ciudadano, etc, Es una relación basada en la empatía y en los sentimientos, en ocasiones incluso inexplicables, aunque los disfracemos de convicciones. Puede producirse, es cierto, una labor de análisis frio de las propuestas de cada partido político y una sesuda inmersión en las diferentes ideologías, pero, como nos ocurre como consumidores en el proceso de compra, la ecuación final entre beneficio/promesas y precio/voto da como resultado un valor subjetivo que es el que nos moverá.
La economía por su parte, nos induce al análisis racional. Entendamos o no sus procesos y sus variables y conozcamos o no a sus actores, el “dato” irrefutable lo marca el estado de nuestras cuentas a final de mes. Aquí las emociones son la consecuencia y no la causa de nuestra apreciación.
Algo parecido ocurre si nos fijamos en la importancia que damos en cada caso a los protagonistas de la actividad política y de la económica. Mientras estamos pendientes de los políticos por lo menos dos o tres veces al día, a golpe de noticias de TV y páginas de prensa, los agentes económicos y empresariales nos parecen tan alejados que los obviamos porque Ana Patricia Botín o Amancio Ortega, francamente, no nos mueven ningún sentimiento, al contrario que Pablo Iglesias o Rajoy.
Y por último, es distinto también el examen al que sometemos a quienes están sobre el escenario mediático, al margen, como acabamos de decir, de que a título personal les otorguemos mayor o menor relevancia. Al actor del ámbito económico y empresarial lo evaluamos en función de su capacidad y de sus resultados. El Consejero, CEO o alto ejecutivo de cualquier gran empresa, esas que salen en los medios, merece nuestro aprobado si percibimos en él o ella preparación y conocimientos, así como si comprobamos que su empresa crece y genera beneficios propios y para la sociedad. Es, en suma, una valoración objetiva.
Sin embargo, respecto al político, nuestro nivel de exigencia es mucho más subjetivo. Nos impartan de él sobre todo su compromiso con la ciudadanía y su nivel de coherencia entre promesas y hechos. De eso tiene que pasar exámenes frecuentes…, pero, claro, siempre a través del color de nuestras propias convicciones. Y es que los juicios en política tienden a ser más viscerales que cerebrales.
Para corroborar estas diferentes posturas que como ciudadanos adoptamos, basta un sencillo ejercicio de observación. Fijémonos en el comportamiento de unos y otros, oradores y público, en una Junta de accionistas por un lado y en un mitin de cualquier partido político, por otro. Aseguro que es fascinante analizarlos y más aún hacer un ejercicio de introspección para descubrir nuestra diferente postura como espectadores. Por eso la expresión “política de empresa” siempre me ha parecido un oxímoron.
Javier Ongay
Consultor de Comunicación y Marketing. Formador