Los ‘viejóvenes’ recordarán a Moody Blues y su ‘Days of the future passed’, precedente del rock sinfónico que luego llegó. La poética contradicción del título, ‘Días del futuro pasado’, refleja la percepción personal de que estamos improvisando el presente confiando solo en las luces largas de nuestra imaginación e ignorando el espejo retrovisor de la experiencia y su aprendizaje.
De nuestros mayores extraemos no solo nuestras referencias morales, sino también el equipaje de sus saberes y su modelo de vida. Luego, las circunstancias y el momento nos obligan a adaptar dicha herencia a la realidad que nos toca. Así, nuestra vida es como un programa de ordenador que responde al código de sus creadores, pero precisa de constantes actualizaciones. Sin embargo, esta lógica está ahora en cuestión, no sé si por ignorancia, inconsciencia o fruto del signo de los tiempos.
FUTURO VIRTUAL
La aparente anomalía de construir la realidad más sobre lo posible que sobre lo constatable es solo una de las contradicciones que asumimos con naturalidad, por ejemplo cuando hablamos de realidad virtual.
En física, virtual es lo que tiene existencia aparente y no real. Pero visualizamos nuestro futuro y hasta construimos nuestro presente sobre la experiencia virtual que la tecnología nos promete. Así, confiamos nuestro equilibrio afectivo a los ‘amigos’ que nos sugieren Facebook o Tinder. Dejamos nuestro destino viajero en manos de Google Maps. Y nuestra habilidad en el manejo de la tarjeta de crédito a cambio de la suya trayéndonos paquetes a la puerta es lo que Amazon nos pide para garantizar nuestra supervivencia. Nos estamos construyendo una vida a base de algoritmos ajenos. Esto sería anecdótico y hasta simpático si no afectara ya a temas importantes como la educación y la política.
“Estamos improvisando el presente, confiando solo en las luces largas de nuestra imaginación e ignorando el espejo retrovisor de la experiencia y su aprendizaje”.
Sentarse a la mesa del profesor en un aula es hoy como pilotar un 747. En las manos un teclado, dos mandos a distancia y una pantalla de ordenador; en el techo, micrófonos, cámaras, un proyector y los monitores en los que vernos; y allí, al otro lado, en su casa, los alumnos. Uno no sabe si empezar las clase o pedir pista para despegar. El caso es que la relación profesor-alumno se nos anticipa ya contactless e incluso confiando las calificaciones a un algoritmo. Baste decir que no hay lección ni examen que no comience con un password.
Bendita sea la tecnología si con su enorme potencial mejora las herramientas docentes. Pero mal vamos, creo, si se convierte en objetivo más que en recurso y nos obsesionamos con tecnificar la educación en vez de humanizar la tecnología.
Nuestro comportamiento político es otra buena prueba de lo que expongo. Adquirimos nuestro argumentario para un voto ‘responsable’ en los tuits de los candidatos, la analítica automatizada de las encuestas y la virtualización de un futuro apenas esbozado a golpe de eslóganes, emojis y likes.
En resumen, acomodamos el presente a unos requisitos que nos eviten formar parte de los rezagados incapaces de estar en sintonía con los tiempos digitales. Estos en los que los conocimientos, la forma de trabajar, de sentir y de relacionarnos se dictan desde la ‘aldea’ de Silicon Valley, allí donde se decide incluso nuestra ‘muerte social’ que llega inmisericorde con la simple irrelevancia digital.
Las empresas se mueven por el instinto de supervivencia y eso les hace ser pragmáticas, tanto como los beneficios o las pérdidas que aparecen al final de cada ejercicio. ¿Futuro virtual? De acuerdo, pero que tenga un signo más a la izquierda y algún cero a la derecha. Ya me entienden.
¿Y LAS EMPRESAS?
Creo que muchas compañías están dando un ejemplo de adaptación sin estridencias, con el justo equilibrio entre las nuevas maneras digitales de producción, comercialización y, en suma, de estar en el presente, y la vista puesta también en el acumulado de conocimientos adquiridos, que siguen siendo útiles mientras el eje trabajo–clientes–beneficios siga marcando el camino.
La paradoja es que, como individuos, los cambios nos descolocan y nos obligan, como se dice ahora, a salir de nuestra zona de confort. Sin embargo, como sociedad, nos apuntamos a las novedades con fruición, como niños con un juguete recién descubierto.
La sociedad no es más que la suma de individuos que piensan con su particular y exclusiva red neuronal, a partir de conocimientos y experiencias propios. Quizá convenga recordarlo mientras avanzamos por el camino virtual de la educación, la política y la empresa.
Javier Ongay
Consultor de Comunicación y Marketing