Hace unos días Felipe González escribía que «la política como gobierno del espacio público que compartimos está atrapada entre la arrogancia tecnocrática y la osadía de la ignorancia«. Por un lado, afirmaba, «los brillantes» posgraduados que creen que la complejidad de los problemas sociales se resuelve con algoritmos infalibles de laboratorio«, y por otro «los necios, los que no saben, pero no saben que no saben y ofrecen respuestas arbitristas que simplifican y distorsionan la realidad». La frase fue muy comentada en las redes sociales.
Aunque estas palabras se enmarcaban en una tribuna sobre Donald Trump y el populismo reaccionario que lo caracteriza, el fondo de esta afirmación constituye uno de los elementos básicos de la crisis institucional y democrática que padecemos, e incluso del desasosiego que sufre la socialdemocracia. Por ejemplo, recuerdo los debates que mantuve en 2014 y 2015 en mi etapa final como diputado sobre el frustrado TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones). Debates imposibles porque a los argumentos económicos e incluso sociales que manejaba se anteponían otros basados en dogmas, en esta ocasión defendidos por representantes de la «nueva política».
La confrontación a la que se refiere Felipe González algunos la hemos vivido en España en primera persona, no tanto desde planteamientos tecnocráticos –aunque sin duda en ocasiones lo hicimos, hay que reconocerlo- como frente al más puro dogmatismo. Dogmatismo basado en emociones, identidades y bulos o «post verdades», el necio arbitrismo del artículo de Felipe González. Es difícil debatir contra dogmas.
Sin embargo no siempre fue así, en junio de 2014, por ejemplo, PSOE e IU todavía pudieron cerrar un acuerdo, vía enmienda transaccional, sobre el TTIP en la Comisión de Economía del Congreso –firmado por Alberto Garzón y yo mismo-. Este hecho resulta hoy inaudito a tenor de cómo ha evolucionado ese debate (y tantos otros). Desde la llegada ese mismo mes de junio de Podemos a las instituciones democráticas (entonces al Parlamento Europeo) el deslizamiento desde los hechos a los dogmas parece imparable. El problema es que frente al dogmatismo que caracteriza a buena parte de la «nueva política» no cabe otra alternativa que la de insistir en argumentos políticos objetivos y razonables, y más aún desde la socialdemocracia.
El presidente de Asturias, Javier Fernández, en su discurso del 25 de febrero, recordaba que «los asuntos económicos sobre los que decidimos son complejos, son difíciles, son controvertidos, y por eso necesitamos los informes de los técnicos, de los especialistas, de los expertos. Pero no para unir acríticamente ese conocimiento experto, sino para hacernos un juicio propio, porque nuestra decisión, la nuestra, es política y, por tanto, autónoma y nuestra responsabilidad es también política y por lo mismo es indelegable». Y esa es la clave, la construcción de una propuesta política, basada en unos principios ideológicos, realista y verosímil, y no una entelequia sustentada en el mero dogmatismo.
Algo similar ha ocurrido este año con el Acuerdo Económico y Comercio Global con Canadá (CETA). El eurodiputado socialista Jonás Fernández escribía que «hay personas que están contra el CETA en la medida en que están siempre contra el mercado. Mi colega Miguel Urbán es anticapitalista y, por lo tanto, se sitúa contra este acuerdo comercial. Por ello, la discusión sobre este asunto (…) no puede focalizarse sólo en el CETA, sino en el modelo de sociedad al que se aspira, (…), al debatir las bondades o maldades del CETA no puedo entremezclarlo con un intercambio de opiniones sobre la naturaleza de la economía de mercado. Ese es otro debate». Leánlo en su blog porque merece la pena.
La añoranza de una protegida sociedad industrial, con empleos seguros, aparece como la principal causa de desafección política y de desconfianza con las élites que han gestionado la política y la economía en las últimas décadas
El CETA no abre la puerta a una competencia desleal en materia laboral, medioambiental y sanitaria, no permite la privatización de servicios públicos e institucionaliza por primera vez un tribunal permanente conformado por juristas profesionales de carrera. Pero, en fin, no me crean, los dogmas son los dogmas.
En cierto modo, Felipe González se hacía eco del debate que la ciencia política ha abierto sobre el auge del populismo y el retorno de las políticas basadas en la identidad. Un debate provocado por la crisis cuyas consecuencias han debilitado la confianza en la capacidad infinita de las sociedades democráticas para resolver problemas desde una perspectiva técnica y burocrática, como por ejemplo sostiene Kenan Malik.
Este dogmatismo no es exclusivo del populismo de izquierdas; Donald Trump y su equipo han dado fe de ello en las todavía pocas semanas que llevan en la Casa Blanca. De hecho, en los EEUU las supuestas consecuencias de la apertura comercial de los últimos años, en particular del comercio con China y del NAFTA, aparecen como primera causa del triunfo de Trump y de su victoria en varios estados tradicionalmente demócratas. La añoranza de una otrora feliz y protegida sociedad industrial, con empleos seguros y fácilmente identificables en categorías profesionales clásicas, aparece como la principal causa de desafección política y de desconfianza con las élites que han gestionado la política y la economía en las últimas décadas.
Pero, ¿es el comercio internacional el principal responsable de la generalización de la sensación de inseguridad y de crecimiento de la desigualdad en los EEUU o de Europa?
En EEUU, James Bradford DeLong, desde la Universidad de Berkeley, junto a otros economistas, ha calculado los efectos netos sobre el empleo de los últimos acuerdos comerciales demostrando que no han destruido empleo industrial. El NAFTA, el acuerdo con Canadá y Méjico que entró en vigor en 1993, eliminó trabajo muy poco cualificado, unos 100.000 empleos, estiman. Con todo, en general no fue un acuerdo relevante en términos de empleo y sí en impulso del crecimiento a medio y largo plazo, de la competitividad y del dinamismo económico. El comercio es uno de los principales motores de crecimiento del PIB o producto potencial, un crecimiento medible. Se calcula que el NAFTA ha sido responsable de menos de 1/50 parte de la destrucción de empleo industrial producida en los EEUU desde 1993.
La principal razón de la eliminación de empleo industrial, en EEUU o Alemania, ha sido la terciarización de la economía, el crecimiento de la productividad y el progreso tecnológico
Respecto al comercio con China, Daron Acemoglu y su equipo del MIT calculan que su ingreso en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 tuvo un efecto tres veces mayor que el NAFTA, en total 560.000 empleos perdidos entre 2001 y 2007, provocando una pérdida neta de 300.000 (se crearon 200.000 empleos en empresas exportadoras americanas). En términos totales equivale a 1/18 de la pérdida de empleo industrial desde 1971 en los EEUU.
Todos ellos coinciden en que el Tratado Transpacífico (TTP), abortado por la administración Trump, iba a ser en término netos positivo para EEUU, con efectos a corto plazo menores a los del NAFTA y el ingreso de China en la OMC. Sin embargo nadie ha sido capaz de defenderlo.
Hasta aquí la respuesta técnica pero real. ¿Qué más se puede aportar al debate para evitar que el dogmatismo devore a la tecnocracia?
Los EEUU han eliminado el 62% de su empleo industrial desde 1971. El empleo industrial actual en los EEUU es el 8,6% del total. Estos datos en frío, expuestos de esta manera, son escalofriantes. Sin embargo, si se observa lo que ha pasado en Alemania, el campeón mundial de la industria y de las exportaciones, se comprueba que este país desde 1971 ha destruido un 50% de su empleo industrial, manteniendo en la actualidad un total de empleo en este sector del 18,9%.
De ese viaje del empleo industrial en los EEUU, del 24% de 1971, o antes incluso, desde el 30% de 1950, hasta el 8,6% actual, los acuerdos comerciales no han afectado más de medio punto porcentual de caída. La principal razón de esa evolución ha sido la terciarización de la economía, el crecimiento de la productividad y el progreso tecnológico. El empleo total, además, no se ha reducido.
Es este aspecto, de nuevo la evidencia empírica es determinante. Durante los 8 años de mandato del presidente Barak Obama la economía americana generó 12 millones de empleos netos. Sin embargo, esta cifra esconde el fondo de lo que verdaderamente ocurre. La economía de los EEUU destruye por razones técnicas, de obsolescencia tecnológica o como resultado de la competencia un total de 10 millones de empleos anuales. Eso quiere decir que para generar 12 millones de empleos netos en esos 8 años en realidad hizo falta crear 92 millones de empleos (8×10+12). Esa cifra muestra tanto cual es el verdadero motor del cambio, como la limitada cuantía de las cifras vinculadas a las consecuencias de acuerdos comerciales antes citadas.
James Bradford DeLong cree que lo relevante es averiguar por qué desde 1971 los EEUU han destruido el 62% de su empleo industrial mientras que Alemania lo ha hecho en un 50%. ¿Qué ha hecho mejor Alemania? Ese es el verdadero debate y no al que nos lleva el dogmatismo. Ese es el debate de verdad al que se enfrentan muchas economías europeas como la española. Sin duda la política comercial de los últimos años era mejorable, sin embargo el problema de fondo de la economía americana no es el NAFTA o China, sino su bajísima tasa de ahorro, por citar uno.
El sistema de comercio global ha generado grandes beneficios, pero ha desdeñado las cuestiones redistributivas y sus consecuencias en los mercados de trabajo
Otro elemento fundamental del que hay evidencia empírica clara es que a pesar del innegable efecto neto del comercio, los perdedores necesitan mucha más ayuda que nunca para recuperar la estabilidad y seguridad perdida tras el ajuste. El discurso de la formación, el reciclaje y la búsqueda de nuevas ocupaciones no se corresponde con la realidad.
En un mundo que vive un avance tecnológico y una transformación social de una velocidad y profundidad sin precedentes los seres humanos no somos tan adaptables como se pretende. En los últimos años, si te «atrapa» un ERE industrial, la probabilidad de no recuperar tu trabajo en años, y el mismo salario quizás nunca, ha ido aumentando. Aunque los efectos totales «macro» sean pequeños, para un grupo pequeño de trabajadores han sido y son muy intensos y cada vez lo serán más.
Tal y como subraya Dani Rodrik (Universidad de Harvard), grandes efectos de bienestar en comunidades o colectivos pequeños –en este caso negativos- no solo son de naturaleza injusta sino que generan señales que ponen en entredicho decisiones políticas. Dani Rodrik ha calculado las consecuencias del NAFTA mostrando que para algunos colectivos muy localizados los efectos sobre los salarios fueron muy intensos –hasta un 20% de caída- mientras que los efectos netos sobre la riqueza total de la economía de los EEUU fueron bajos.
Por desgracia se adoptaron importantes decisiones, como los grandes acuerdos comerciales, desde demasiada distancia respecto a la realidad cotidiana de los ciudadanos de a pie, o al menos de algunos. El mismo consenso que existe acerca de los efectos netos positivos que generan las economías abiertas, no sólo económicos en términos de prosperidad y crecimiento, irrenunciables porque son fundamentales para salvaguardar nuestro modelo de sociedad democrática y plural, existe también acerca de la necesidad de reforzar las compensaciones a los trabajadores que pierden su empleo como consecuencia de nuevos acuerdos –aunque sean pocos-.
El sistema de comercio global ha generado grandes beneficios pero ha desdeñado las cuestiones redistributivas y sus consecuencias en los mercados de trabajo. Ello demuestra la necesidad de abogar por un esquema de globalización progresista que defina un marco económico incluyente con instituciones supranacionales que compensen la pérdida de capacidad política de los Estados nación y que desarrollen una regulación más exigente.
Jefrey Sachs nos recordaba esta semana en Madrid que no ha existido nunca un modelo político más productivo y justo que el defendido por la socialdemocracia. Un modelo cuyos valores son fundamentales para definir un esquema justo de gobernanza global, para evitar un colapso social y climático a medio plazo, y para recuperar un modelo de política económica centrada en el crecimiento, el empleo y la igualdad. No va ser sencillo, ello exige huir de los dogmas, derrotar al populismo y, desde la razón, aprender de los errores cometidos.
Juan Moscoso
Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales y exdiputado del PSOE
Artículo publicado en El Huffington Post