Azpilagaña todavía estaba edificándose cuando los hermanos Félix y Puy Izcue inauguraron su pastelería en 1985. Proceden de Murugarren, en Tierra Estella, y denominaron a su pastelería Monjardín, como el histórico monte que se yergue a pocos kilómetros de la localidad. La familia se asentó en Pamplona cuando ellos tenían alrededor de cinco años.
Fue uno de los primeros comercios de Azpilagaña, ha visto nacer muchos y cómo iban cerrando otros mientras la pastelería resistía el paso del tiempo gracias al merecido reconocimiento de la calidad de su bollería artesana. “El barrio estaba empezando y nos pareció buena idea montar aquí nuestro negocio, para darle vida”. Junto con la pastelería abrieron un bar cafetería al que acudían a almorzar y comer los obreros que construían los bloques de viviendas. Ambos locales prosperaron con rapidez, tanto que les resultaba difícil atenderlos convenientemente y tuvieron que optar entre uno y otro: escogieron la pastelería.
El mayor de los hermanos Izcue, Txema -que ha regentado otro obrador de pastelería en Barañáin que asimismo va a cerrar porque se jubila-, enseñó el oficio a Félix, quien también realizó cursos para ampliar sus conocimientos. Félix elaboraba los productos en el obrador y Puy los vendía. Era un negocio modesto, que nació sin grandes pretensiones, pero el buen hacer de los hermanos captó a la joven clientela que iba asentándose en sus alrededores. No necesitaron recurrir a la publicidad, bastó con el boca a boca para ir atrayendo a los compradores, primero del barrio y después de toda la ciudad. Para hacer frente a la cada vez mayor demanda se incorporó la mujer de Félix, Lourdes Gorriti, y cuando esta se jubiló hace año y medio contrataron a una dependienta, Elizabeth.
Si hubiese que ilustrar el concepto de comercio de barrio, ahora habría que decir de proximidad, no se podría encontrar nada más representativo que la Pastelería Monjardín. Al ser también panadería son muchos los que la visitan cada día y, de paso, charlan, informan y se informan de lo ocurrido en el vecindario.
El local ha cambiado muy poco desde que se inauguró, es sobrio, sin demasiadas concesiones a la estética. Llama la atención la ausencia de ordenador, así que no resulta extraño que carezca de página web o cuentas en las redes sociales, en las que sí hay numerosas referencias elogiosas a la pastelería. Aún hacen las cuentas con la ayuda de una calculadora y toman nota de los pedidos a mano, en una agenda.
Han sido casi cuatro décadas de un éxito comercial que no hubiera sido posible sin el duro trabajo y dedicación de sus responsables. Félix ha acudido a la pastelería cada día, sábados y domingos incluidos, en torno a las 3 de la mañana para hornear la masa que preparaba durante la tarde anterior y cocer bollos, cruasanes, pastas, pasteles y demás delicias elaboradas artesanalmente y siguiendo métodos tradicionales. “La verdad es que me lo ha puesto muy fácil, es una persona que no te falla jamás, muy responsable, muy perfeccionista”, comenta una emocionada Puy, que sólo tiene palabras de reconocimiento y cariño hacia su hermano. Ella llegaba a las 7,30 y entonces el pastelero se iba a dormir. “Es un oficio bonito, pero muy esclavo”, reconoce Félix, que ya planteó el posible traspaso o venta del local hace algo más de un año, sin encontrar interesados en hacerse con el negocio. Es un sector en el que apenas hay relevo generacional, las pastelerías de toda la vida han ido cerrando una tras otra sustituidas por establecimientos de grandes cadenas o franquicias.
El trabajo era muy intenso en fechas señaladas, como en Navidades, y especialmente el 6 de enero o San Blas, asociadas tradicionalmente con el consumo de los roscos. Era tal la fama conseguida por los de la Pastelería Monjardín que la demanda les desbordaba a pesar de su esfuerzo. La preparación de comenzaba con semanas de antelación, y las dos jornadas anteriores el horno funcionaba casi continuamente, mientras Félix tenía que conformarse con dormir un par o tres de horas a pesar de contar con la ayuda de numerosos familiares. Un sacrificio premiado por el reconocimiento de unos clientes que escogen la excelencia frente a la automatización industrial.
Pero cuatro décadas con ese ritmo de trabajo son extenuantes, de hecho en los últimos meses ya sólo atendían por la mañana, y los hermanos Izcue han decidido retirarse. “Por un lado me da pena, pero también hemos sacrificado mucho. Lo hemos dado todo, pero aún hemos recibido más de esa gente tan buena que venía a la pastelería, clientes de toda la vida… me emociono cuando les digo que vamos a cerrar”, confiesa una entristecida Puy. Será difícil acostumbrarse a prescindir de sus pasteles en miniatura -inolvidables las bombas de crema-, los deliciosos cruasanes y bollos, los singulares turrones que ofrecían en Navidad, las delicadas tartas de hojaldre, las pastas de canela y chocolate… Y también resultará doloroso ver el candado cerrando una puerta que permanecía abierta para todo el mundo. Ya fuera para comprar o, simplemente, saludar a Puy, siempre de buen humor tras el mostrador.