jueves, 12 diciembre 2024

Enrique Martínez, en continua evolución

Empezó su carrera gastronómica hace 45 años en la fonda familiar de Cintruénigo y hoy dirige un grupo, que cuenta con la planta de producción de catering más moderna de Europa. Su labor ha sido reconocida con premios y galardones, pero aún tiene en la cabeza “montones” de proyectos.


Cintruénigo - 16 noviembre, 2019 - 06:00

Enrique Martínez, uno de los grandes de la cocina española.

Recorremos sorprendidos, tirando a boquiabiertos, el centro de producción que la empresa de catering de Enrique Martínez tiene en Cintruénigo: Mahercatering. Ya nos habían hablado de que era único. Pero cualquier descripción de las instalaciones quedaría lejos de lo que son en realidad. Enrique nos guía por pasillos con cámaras frigoríficas a uno y otro lado, que dan acceso a salas en las que operarios enmascarados trabajan con sofisticadas maquinas. Nadie diría que estas sirven para preparar platos de alta cocina para cientos de comensales. Se abrió en 2015, pero parece recién inaugurado. Reinan la limpieza y la asepsia.

Nada que ver con la fonda que abriera allá por 1970 la abuela Sabina, donde Enrique empezó a trabajar hace 45 años, cuando tenía 20. Nos habían dicho que fue un crío un tanto revoltoso… “Bueno…es que no era como ahora, nos pasábamos el día en el río y, aparte de estar en el  agua, a qué vas a jugar, sobre todo en invierno. Pues nos apedreábamos, ja ja ja… Déjalo en un poco travieso”.

Cuando llegó, el Maher ya contaba con bar, restaurante y hasta sala de fiestas. “La cocinera que teníamos, que era superbuena, me dijo que para mandar tenía que pasar por todos los puestos y por todas las situaciones, para que tuviera la capacidad de saber lo que pasa. Esto es así y tienes que hacerlo. Yo protestaba, pero tenía razón”. Trabajó en la cocina, tras la barra, en la sala de fiestas, como heladero y pastelero e, incluso, en la gestión.

“La cocina es muy dura si te lo tomas exclusivamente como un trabajo. A mí me encanta”.

Martínez acumula ya 45 años de carrera gastronómica.

Nos entretenemos un poco con la sala de fiestas. “La llamamos Saysa, de Salvador y Sabina, los nombres de los abuelos”, explica riéndose. Cuando Enrique asumió su gestión, la transformó en discoteca. Y en lugar de orquestas traía a grupos y cantantes. Escuchaba las entonces escasas novedades discográficas mientras trabajaba y lo que le sonaba bien, “por impulso”, lo contrataba, antes de que saltase a la fama y subiera su caché. Eso sí, con una condición: que no actuaran en un radio de 50 kilómetros a la redonda de Cintruénigo, evitando así que lo hicieran en otra discoteca de la zona que le hacía la competencia.

En Saysa actuaron, entre otros, Bertín Osborne, Joaquín Sabina, Triana, Manzanita, Mecano, Alaska, Víctor Manuel, Camilo Sesto,  Barón Rojo, “todo lo que sonaba entonces, y grupos extranjeros como Boney M.

Trabajó mucho, se curtió y aprendió lo que había que hacer porque sabía qué ocurría en cada sección del establecimiento. Aunque lo que realmente le gustaba era la cocina: “Pero necesitaba más formación y me marché a Madrid, al restaurante Gaztelupe, que entonces estaba a la altura de Zalacaín”. Completó su formación viajando “a donde estaba la cultura gastronómica, a Francia”. Cerró la discoteca para hacer un salón de banquetes, reformó la cocina “y empezamos con la restauración a tope”.

Durante catorce años, todos los viernes se levantaba a las 3 de la madrugada para ir a Bayona a comprar viandas y condimentos “porque aquí no había nada especial”. “Volvía a las 8,30 o 9, almorzaba huevo frito con txistorra, que me sabía a gloria, y me liaba a trabajar hasta el día siguiente”. Nos debe leer el pensamiento porque añade que la cocina es muy dura si te lo tomas exclusivamente como un trabajo. A mí me encanta”. En poco tiempo el restaurante Maher alcanzó un gran prestigio, recibía comensales que se desplazaban hasta Cintruénigo atraídos por su fama.

“La maquinaria del taller de cocina te ayuda a hacer para 2.000 personas lo mismo que hace un cocinero para 20”.

Comenzó a asesorar al Gran Hotel de Zaragoza, de la cadena NH, y ese fue el inicio de la expansión del negocio. “NH me encargó otro hotel y otro, después otro… Y empecé a asesorar a la compañía entera. Ese era el proyecto que tenía Antonio Catalán: decía que la restauración era un negocio de dueños y quería cocineros con espíritu de dueño”. Siguiendo esa filosofía, Enrique y el presidente de NH contrataron a Ferrán Adriá y Martín Berasategi, y lo intentaron con Sergi Arola. “Ahora no se concibe un hotel sin su asesor gastronómico”, apunta.

Después vino lo del catering. “Ya teníamos catering en el Maher, pequeño y seleccionado, porque no teníamos capacidad no tanto por personal sino de instalaciones. Cuando decidimos hacer este taller de cocina, instalamos maquinaria que te ayuda a hacer lo que hace un cocinero para 20 personas, una crema, una salsa, un plato supercuidados, con la misma regularidad para 2.000. Es una cuestión de tecnología y planificación, además de un trabajo… buf, ¡terrible!”. Nos explica el complicado proceso y aunque asentimos, no acabamos de entenderlo. Después, con la visita, todo encaja.

Durante catorce años, todos los viernes se levantaba a las 3 de la madrugada para ir a Bayona a comprar viandas y condimentos.

Los platos de Mahercatering, que pueden competir con los de un gran restaurante, llegan a Andalucía, Madrid, Cataluña, la zona del Cantábrico, el sur de Francia… gracias al trabajo de muchas personas que Enrique contrata “si son buenas personas, tienen interés y no piensan que vienen al trabajo por obligación. Les tiene que gustar”.

Ha recibido múltiples premios y galardones, pero eso no le ha hecho acomodarse y sigue trabajando en nuevos proyectos: “Me encanta la cocina –insiste-, pero como entiendo que eso ya lo domino, el cuerpo me pide hacer otras cosas, emprender, montar una planta de producción, me pide gestionar eventos, fincas y de todo, un montón de cosas que tenemos por desarrollar. Hemos comprado un terreno aquí al lado para hacer otro proyecto que tengo en la cabeza… Es una evolución”.

Tiene ahora, en periodo de pruebas, una propuesta de carta con “lo que me pide el cuerpo”. Explica que lo experimentó la noche anterior con unos clientes a los que “no les pregunté qué querían cenar. Les ofrecimos lo que entendíamos que les podía apetecer, sin pretender sorprenderlos. No va de eso. Son invitados, quieres agradar”. Quienes pasan por la prueba “se van muy contentos, ¿por qué no hacer lo mismo con cualquiera que venga?”.

Sigue hablando de ideas, planes y le hacemos aterrizar preguntándole qué va a comer o qué le apetecería comer hoy. Sonríe, piensa y finalmente se decanta “por una alcachofa en condiciones, o cardo… No sé, es que la verdura es una cosa…”. Y un pescado, porque dice que aún está paladeando el rodaballo que comió dos días antes en el Asador Olaverri, “¡Genial! Ayer les decía en esa cena que me comería el rodaballo del Olaverri. ¡Cómo estaba!”.

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