Antes de empezar la entrevista, Javier Manterola busca en su ordenador la página de Navarracapital.es, pero al aparecerle la capital de Navarra ve una foto de la Plaza del Castillo: “¡Mira!, en esta casa nací yo”, y aproxima el dedo al edificio contiguo al Casino Eslava. Desgrana algunos recuerdos de la ciudad que dejó con 17 años “para venir a Madrid a prepararme para intentar ingresar en Caminos, aunque regresé todos los veranos y en Navidades hasta que cumplí los 25”. A pesar de que era “muy muy difícil” accedió la Escuela de Ingenieros de Caminos “que es lo que soy, pero hago puentes” con 20 años.
Lo suyo era vocacional, aunque su padre, Pedro Manterola, que era el apoderado general de la empresa que gestionaba el tren El Irati, “quería que yo trabajara allí al acabar la ingeniería, pero ya entonces me gustaba mucho la construcción, hacer estructuras y puentes, y le hice ver que en Pamplona no tenía futuro. Es que era un pueblo, muy agradable pero un pueblo en el que no había casi nada, tendría entonces menos de 50.000 habitantes y nos conocíamos todos, absolutamente todos”.
No disimula su añoranza al hablar de Pamplona, recuerda que comenzó sus estudios en el colegio que los Maristas tenían en la calle Navas de Tolosa, junto a sus hermanos. “En septiembre de 2016 murió mi hermano Pedro, el pintor… Ya casi no me queda familia allí…”
Volvemos al momento en el que convenció a su padre de que tenía que irse a Madrid, “era un buen padre y no intentó disuadirme”. Empezó a trabajar para la constructora Huarte, pero a los dos años “empezaron quedárseme cortos los edificios y pasé a un instituto de investigación, el Instituto Torroja”, hasta que finalmente comenzó a hacer lo que aún le ocupa y realmente le gusta: diseñar estructuras: “El culmen de las estructuras son los puentes, y Carlos Fernández Casado, que había sido profesor mío, me llamó para trabajar con él y… hasta ahora”.
“Hablé con el ministro de Fomento y le dije que se iban a cargar la carrera de Ingeniero de Caminos, es que es una profesión que se aprende haciendo cosas, y no están sacando nada”
Son 56 años de ejercicio de la profesión “y aún sido trabajando”. Tras fallecer Fernández Casado dirige su estudio de ingeniería, que actualmente diseña infraestructuras para varios países “porque en España no hay nada, no salen trabajos. Hablé con el ministro de Fomento y le dije que se iban a cargar la carrera de Ingeniero de Caminos, es que es una profesión que se aprende haciendo cosas, te puedes leer 18 libros sobre cómo hacer puentes, hay alguno mío, pero a hacer puentes se aprende haciendo puentes. Me dijo no, no, vamos a sacar no sé qué y esto y lo otro… No están sacando nada”.
“Esta oficina estaría cerrada si no fuera porque trabajamos en el extranjero, principalmente en Estados Unidos, Canadá, México, Colombia, ahora también en Perú, estamos haciendo un puente en Filipinas y si saliese algo en África allá que iríamos”. Y el caso es que del despacho Fernández Casado y con la firma de Manterola han salido los proyectos de los puentes más importantes que se han hecho en España: el de Euskalduna en Bilbao, el del TAV de Zaragoza, la rotonda elevada de Zizur, el puente del Vergel, en Pamplona, el de la Autovía del Camino en Puente la Reina, “ése estuvo muy bien”, o el que más le gusta, el puente del embalse de Barrios de Luna, en León, que fue récord mundial con sus 440 metros de luz. Los últimos, el de la bahía de Cádiz, de 540 metros, y “uno en Zamora que tiene 324 metros de luz, eran obras anteriores que aún siguen, cuestan varios años”.
“Es que los ingenieros españoles son muy buenos”, señala en tercera persona, como si no fuera uno de ellos, probablemente el más destacado. Se muestra tan orgulloso de sus puentes como humilde al hablar de sí mismo: “Hemos tenido una suerte enorme, porque la España moderna se ha construido en los últimos 50 años, coincide casi con mi carrera”, algo que también se refleja en el hecho de que nunca haya querido tener un estudio con su nombre, ni siquiera tras fallecer Fernández Casado. “Entonces nos hicimos cargo de la dirección su hijo y yo, lo que pasa es que ahora él… se murió su mujer y está un poco… vaya”.
La vanidad no es lo suyo. Le hacemos la entrevista en su despacho madrileño, separados por una mesa en la que se amontonan libros, cuadernos y documentos varios, como en la estantería que está a su espalda. En las paredes algunas fotografías de puentes, unas enmarcadas y otras clavadas con chinchetas. Uno diría que no ha cambiado nada en los últimos diez años, cuando le hicimos otra entrevista en este mismo lugar. Y decíamos que no es vanidoso porque aunque ha recibido un gran número de premios, de hecho, unos días antes le habían entregado el de la Fundación Entrecanales, no los tiene a la vista. “Es que llega el momento en el que le dan los premios a uno porque es viejo”, dice como excusándose, a lo que replicamos que si no fuera un buen ingeniero no se los hubiesen concedido: “Bueno, también, también”, pero inmediatamente parece arrepentirse, “lo cierto es que he tenido mucha suerte, me han encargado los puentes más gordos”. También recibió el premio Príncipe de Viana “y los de Napardi me organizaron una fiesta en San Fermín que vaya… y en Arróniz, a mí que no me gustaba la tostada con aceite ¡joder, me invitaron y me puse!…” Se ríe con suavidad y añade que “tengo el gran premio… Bueno, muchos, que no estamos aquí para hablar de premios”.
“Mientras pueda seguiré. Es que soy de la opinión de que la gente cuanto más tiempo trabaja más tarde envejece y se muere, claro, con un trabajo como este”.
LA REVOLUCIÓN DE LOS ORDENADORES
Así que pasamos a otro asunto. Comentamos lo que ha cambiado su profesión gracias a los ordenadores, “empecé a hacerlos a mano, ahora las posibilidades de calcularlos son infinitamente mayores, ves las resistencias, por ejemplo, con mucha más exactitud y eso te da una gran confianza para hacer cosas especiales. Sin ordenador no hubiese podido hacer el de Cádiz”. También han evolucionado los materiales, las técnicas constructivas hasta hacer posible lo que “hace unos años ni siquiera podíamos pensar”. “Mira, hasta el siglo XIX los puentes eran de piedra y se hacían con las mismas técnicas de los romanos, no se conocía muy bien cómo hacer los arcos, de modo que se recurría al método de prueba y error, si funcionaba pues muy bien, se tomaba como modelo para el siguiente y claro, el avance era muy lento”.
La conversación pasa de un tema a otro. Resulta que, como académico de Bellas Artes de San Fernando, se encuentra los lunes con otro navarro ilustre, el arquitecto Rafael Moneo, con el que ha trabajado en varias de sus obras entre las que recuerda la torre de Huarte, en la Vuelta del Castillo de Pamplona, “una casa fantástica, ahí vivió el escultor Jorge Oteiza”, lo que nos da pie para hablar de su colaboración con otros arquitectos navarros como Javier Guibert, “mi primo Fernando Redón” y con Sáenz de Oiza, con quien hizo muchas obras “pero era muy problemático, aprendí mucho con él pero también nos peleamos a muerte, porque tenía mucho ego, yo también tengo un poco… Era un arquitecto estupendo pero renuncié a proyectos que me ofreció porque me peleaba con él siempre, a nivel personal era difícil”.
“Toda mi vida he hecho los puentes como yo los quería hacer, he hecho muchos y eso hace que se vaya configurando en mi interior una manera de entenderlos”
La ingeniería es una profesión que busca soluciones, cabe por tanto pensar que es eminentemente práctica que no da lugar al lucimiento del ingeniero, algo que sí permite la arquitectura. Manterola dice que es así “a medias, porque cuando vas a hacer un puente muy grande no deja lugar a muchas variables porque tiene que ir todo tan ajustado, perfectamente equilibrado. Pero esos otros más pequeños que hay a miles dan mucho más juego, porque ahí no estás al límite de tus posibilidades”. Nos enseña una imagen del soberbio puente de la bahía de Cádiz y comenta que “no digo que esta sea la única solución que se podía dar, pero no te creas que hay muchas más”.
Entonces, ¿un ingeniero no se puede permitir un capricho en sus obras? Responde, con una sonrisa y bajando la voz como si estuviera revelando un secreto, que “sí, ocultándolo”. “Como la gente no sabe tanto del asunto, en una obra de estas caben tus planteamientos personales. Toda mi vida he hecho los puentes como yo los quería hacer, he hecho muchos y eso hace que se vaya configurando en mi interior una manera de entenderlos, así que cuando te encargan uno no vas con la página en blanco”, reflexiona mostrando de nuevo el puente de Cádiz, “esto o lo tienes en la cabeza o no lo haces, es casi como una manifestación puntual de un estado de conocimiento que has ido elaborando a lo largo del tiempo, serás bueno o malo si ese estado de conocimiento lo has configurado bien o mal. Pero es lo mismo que ocurre con un pintor ¡ojo! y con un médico”.
El 17 de junio Javier Manterola cumplirá 82 años, pero no piensa en la retirada. “Mientras pueda seguiré. Es que soy de la opinión de que la gente cuanto más tiempo trabaja más tarde envejece y se muere, claro, eso es posible con un trabajo como este”. Dice que le falla la vista y problemas de equilibrio que le obligan a apoyarse en un bastón “pero si tienes la cabeza bien… hombre, no la tengo como hace 40 años, pero puedo funcionar”. Continuará disfrutando con la música, una de sus grandes pasiones, y recordando otras vivencias, como su cátedra en la Escuela de Ingenieros de Madrid, en la que permaneció 30 años al suceder a su maestro Fernández Casado. Tuvo que dejarla en 2006 y aún la echa en falta: “El contacto con los muchachos estaba muy bien, era muy estimulante”.