En 1922, durante el reinado de Alfonso XIII, el abogado José Bertrán y Musito, diputado por Barcelona y cofundador de la Lliga Regionalista, fue nombrado ministro de Justicia. Duró en el puesto cinco semanas, lo suficiente para sacar adelante la Ley de Suspensión de Pagos, que se aprobó con carácter provisional y un objetivo concreto: evitar la quiebra del Banco de Barcelona.
Gracias a aquella norma hecha a medida de la entidad financiera catalana, esta pudo alcanzar un convenio con sus acreedores en 1924. El caso es que la Ley de Suspensión de Pagos permaneció vigente durante ochenta años. La derogó la Ley Concursal de 2003, que pese a ser objeto de sucesivas modificaciones de mayor o menor calado no llegó a cumplir la mayoría de edad. En 2020 se aprobó un nuevo texto refundido con 752 artículos, frente a los 242 de la normativa de 2003. Duró lo que dura un suspiro. El pasado 25 de agosto, el Congreso de los Diputados, en una última y drástica vuelta de tuerca de la legislación concursal, aprobó una nueva ley que constituye una enmienda a la totalidad del sistema de insolvencia que hasta ahora conocíamos.
Esta reforma integral y estructural de la legislación concursal obedecía a la necesidad de transponer la directiva comunitaria en materia de insolvencia al ordenamiento jurídico español. Está por ver cuál será su futuro y cuánto tardará nuestro legislador, tan dado a regularlo todo, en parchearla o en darle la primera capa de pintura. En este sentido, no es descartable que los negros nubarrones que parecen ceñirse sobre el horizonte de nuestra situación económica lleven a introducir cambios sobre la marcha, como de hecho ocurrió con la ley del año 2003 tras pinchar la burbuja inmobiliaria y desatarse la crisis financiera cuyas repercusiones comenzamos a sentir en 2008.
Son tantas las novedades introducidas en la nueva ley que resulta imposible aludir a todas ellas en un artículo de este tenor. Conviene saber que en ella se diseña una clara distinción entre los institutos preconcursales y el procedimiento concursal propiamente dicho. Los primeros se dirigen a facilitar la reestructuración de empresas económicamente viables, mediante acuerdos con sus acreedores cuando todavía se hallan en una fase temprana de sus dificultades financieras. Se establece para ello un proceso ágil donde la intervención judicial queda muy limitada, a diferencia de lo que sucede con la estrecha supervisión del juez a lo largo del procedimiento concursal, ya se pretenda con este un convenio con los acreedores o la liquidación definitiva del negocio.
“No es descartable que los negros nubarrones que parecen ceñirse sobre el horizonte de nuestra situación económica lleven a introducir cambios sobre la marcha”.
Con el ánimo de salvaguardar la continuidad de empresas viables que se encuentran ante riesgos financieros que pueden comprometer su futuro, novedad relevante de la nueva ley son los llamados planes de reestructuración, de los que a buen seguro se hablará mucho a corto y medio plazo, y que vienen a reemplazar a los antiguos acuerdos de refinanciación y a los acuerdos extrajudiciales de pago.
Se trata de una herramienta que permitiría eludir la declaración de concurso y el estigma reputacional asociado a ello, y a la que cabe acudir desde el momento en que se vislumbre un escenario probable de insolvencia. En esa situación se encontrarían aquellas empresas que, con la bola de cristal en la mano, prevean que no van a poder cumplir las obligaciones que venzan en los próximos dos años.
En tales casos, la empresa puede iniciar negociaciones con los acreedores, agrupados por clases según la naturaleza de sus créditos, con flexibilidad y privacidad, sin formalismos, bajo un principio de intervención judicial mínima, contemplando no solo las propuestas habituales de quitas y esperas, sino también soluciones que afecten a su activo o incluso la venta individualizada de partes o del conjunto del negocio. Como regla general, el papel judicial se circunscribe en un primer momento a tener por efectuada la comunicación de la apertura del comienzo de tales negociaciones (que, si así se solicita, tendría carácter confidencial, por lo que no se publicaría en el Registro concursal). Si estas cristalizasen finalmente en un plan de reestructuración aprobado con las mayorías exigidas para ello, el juez lo homologaría.
Los efectos de dicho plan podrían extenderse, en determinadas circunstancias, a los acreedores disidentes e incluso a los socios disconformes. Se evita con ello que estos últimos abusen de la posición que les confiere la legislación societaria mediante actuaciones de bloqueo o vetos tácticos, como podría suceder cuando el plan de reestructuración prevea ampliaciones de capital, operaciones estructurales o la venta de activos esenciales.
En definitiva, la reforma concursal dota a la empresa y a sus acreedores de un instrumento flexible que les permite actuar con anticipación de cara a consensuar una reestructuración, entendida esta en una amplia acepción. Habrá que esperar a ver cuál es la acogida y el uso de esta medida por parte de los operadores jurídicos y económicos para determinar si cumple o no de forma satisfactoria su propósito.
Ignacio del Burgo
Socio de Del Burgo-Rández Abogados