A veces nos topamos con personas que siempre tuvieron claro lo que querían hacer durante el resto de su vida. No fue así para María Eugenia Sádaba, que descubrió su vocación casi por accidente, de manera tardía. Tampoco se tome al pie de la letra este último adjetivo que acabamos de emplear. Nuestra entrevistada todavía no había cumplido los treinta cuando aterrizó en la Asociación de Empresas de la Merindad de Estella (Laseme). Esperamos que el lector perdone la hipérbole, pero lo cierto es que este caso -quizá por alguna coincidencia personal- nos despierta simpatía.
Recién licenciada en Derecho por la Universidad de Navarra, Sádaba solo concebía un camino posible. “Yo quería… -hace una pausa para reírse en voz baja, como quien recuerda la inocencia de la juventud-. En realidad, tenía la aspiración de ser como Rajoy: registradora de la propiedad. Pero las oposiciones no eran para mí, por mi manera de ser”.
Tras interiorizar que no sería funcionaria, optó por cursar un máster de Derecho Privado en Madrid por la Universidad CEU San Pablo. Poco después se casó y comenzó a trabajar en un despacho especializado en la protección de datos. Como era autónoma, trabajaba desde la Comunidad foral mucho antes de que el teletrabajo se pusiera de moda, aunque regresaba a la capital española para reuniones puntuales.
¿Creía que ese retorno a su tierra natal era definitivo? “Para nada -responde-, al revés. Yo estaba pensando en que quería volver a Madrid como loca. Me había acostumbrado tanto a esa velocidad… Una vez volví para un asunto de trabajo. Me acuerdo de que estaba en un Vips y aquello parecía una película: gente corriendo, saliendo, entrando, con prisas, empujones. ¡Qué agobio! Creo que hasta entonces no era consciente de la calidad de vida que había ganado al regresar a Navarra. Me gusta mucho viajar, pero también tener un sitio al que volver, donde esté tu gente”. Así es como descubrimos que, al igual que su marido, María Eugenia Sádaba es “sesmera hasta la médula, de padre, madre, abuelos y bisabuelos”. Esa conexión que sentía -y que todavía siente- por el municipio en el que creció seguramente influyó en su entrada a Laseme, a la que volvemos en varias ocasiones durante la conversación.
“Aprendí mucho de Ángel Ustárroz, expresidente de Laseme. Gran parte de lo que soy se lo debo a él”
Su llegada a la asociación no la pilló en un terreno completamente desconocido. De hecho, es hija de un pequeño empresario que gestionaba una promotora constructora. “Hombre, mi padre tiene muchísimo más mérito que yo, porque venía de una familia humilde, lo hizo todo por sí mismo. A mí, en cambio, me han dado una educación, unos medios”.
Decíamos, sin embargo, que lo que marcó de manera decisiva su devenir profesional fueron sus comienzos en Laseme. “Menciono mucho a la asociación porque entré muy jovencita, fueron años muy intensos. Allí descubrí el ‘emprendizaje’ y aprendí mucho de todos los miembros del consejo de administración, sobre todo de Ángel Ustárroz (presidente de Laseme entre 2003 y 2013). Gran parte de lo que soy se lo debo a él. Tuve suerte, porque si al llegar de Madrid me hubiese apuntado a otra cosa, no sé si habría descubierto mi vocación empresarial. Yo me la encontré, no fue algo premeditado. ¡Qué va!”, aclara.
Su recorrido en la entidad fue tan ilusionante como retador. Sádaba fue testigo -y participante- de iniciativas innovadoras que se gestaron en un contexto de adversidad y que, tras algunos años de andadura, se reconfiguraron. Es el caso de Fidima, un centro de investigación promovido por Laseme, que finalmente quedó integrado en el Centro Tecnológico de Automoción y Mecatrónica (CEMITEC, hoy NAITEC): “Allí pude vincularme con lo que ha marcado el resto de mi trayectoria: la economía circular y la revalorización de residuos. Fuimos muy pioneros en estos temas medioambientales, que se sabía que iban a venir aunque todavía se concebían como algo que estaba superlejos. De ahí salieron unos cuantos proyectos muy, muy interesantes”. Uno de ellos fue el que puso sobre la mesa Ustárroz, quien todavía ostentaba la presidencia de Laseme, sobre valorización de la cáscara de huevo.
Aquella idea entusiasmó especialmente a Sádaba. Tanto es así que, cuando sus impulsores decidieron que el proyecto se transformara en una empresa, ella se convirtió en socia minoritaria de la firma. No fue un camino de rosas. “Era el año 2012, en plena crisis económica, había muchísimos impagos y morosidad. Me tocó bregar con todo: tuve que comprar la patente del proceso industrial, conseguir financiación y socios. En ese momento, muchos no querían sumarse porque era arriesgado. Nos costó tiempo”, confiesa.
Finalmente, Eggnovo vio la luz y ella permaneció en la empresa, afincada en Villatuerta, hasta el año 2018. Fue entonces cuando decidió dar un giro a su carrera: primero, como directora comercial en Solarfam -firma dedicada a la instalación de paneles solares fotovoltaicos para autoconsumo industrial-, y después como directora general de Plastic Repair System (PRS). Allí pudo continuar creciendo en su área de expertise, la economía circular.
LOS COMIENZOS DE ARANDOVO
A Sádaba, sin embargo, le seguía “tirando muchísimo” el mundo de la alimentación y de los nutracéuticos. Por eso, en 2020 constituyó su propia sociedad: Enarez. “Veía que todavía seguía existiendo un espacio muy grande para la membrana de cáscara de huevo, que funciona muy bien para todo lo que tiene que ver con articulaciones, pelo, piel y uñas. Es un ingrediente complejo y también completo, rico en ácido hialurónico, glucosamina (que se emplea para el dolor articular), queratina y lisozima (muy potente a nivel antimicrobiano). Tiene alrededor de unas 400 biomoléculas. Yo la suelo describir como un tesoro de la naturaleza”, especifica.
Así se embarcó, años después y nuevamente “desde cero”, en una iniciativa propia. “Es muy bonito porque aprendes de todo: a ser señora de la limpieza, contable, gestora de Recursos Humanos, comercial, de producción, de estrategia empresarial… A mí me ha dado un abanico importante para todo lo que es dirección. Diría que es agotador, lo que pasa -explica entre risas- es que yo no tengo término medio. Soy de las que solo se apuntarían a un coro si les da tiempo a ensayar. Con todo lo que hago me comprometo al 300 %. Es mi manera de ser. Esto para mí es una pasión”.
Con un plan de negocio entre sus manos, tocó la puerta de Tomás Pascual, presidente e hijo del fundador de Pascual: “Le pareció superinteresante y montamos la joint-venture Arandovo. Lo que pretendíamos era cambiar el modelo de ovoproducto en la empresa hacia uno de circularidad total. La idea era introducir las máquinas que en su momento había comprado -la patente decayó en 2021- en las mismas instalaciones donde se producía el cascado de huevo, para poder trabajar solamente con las cáscaras frescas que se generaran ese mismo día. De esta manera, podíamos asegurar la trazabilidad y proporcionar al mercado un producto más bioactivo”.
“No tengo término medio. Con todo lo que hago me comprometo al 300 %. Esto para mí es una pasión”
Bajo la marca MKare, Arandovo ya ha empezado a comercializar su ingrediente. “Empezamos entre septiembre y octubre, aunque por la intensidad de todo parece que ha pasado como media vida”. El producto resultante que sale de la planta de Pascual en Aranda del Duero (Burgos) va dirigido a fabricantes especializados en nutricosmética y suplementos alimenticios para nutrición deportiva, envejecimiento saludable y alimentación de mascotas. “Yo estoy alucinada con este último sector, que está creciendo de manera impresionante, sobre todo a partir del Covid-19. A mí me encantan los animales, así que lo entiendo”, apunta.
Por ahora, en todo caso, tiene claro que las oportunidades de negocio más llamativas en este campo se encuentran fuera de las fronteras nacionales. “Me da la sensación de que España es un gran consumidor de medicamentos. El nivel de consumo de suplementos alimentarios aquí no tiene nada que ver con el de Estados Unidos o incluso el de países como Reino Unido, Francia o Italia, pero poco a poco va aumentando”, ilustra. Quizá por eso nuestra entrevistada ya se ha acostumbrado a viajar por distintos lugares para asistir a ferias.
Antes de despedirnos, sentimos la tentación de preguntar si a María Eugenia Sádaba le queda margen, con tanto trajín, de practicar alguna afición. “Sí -contesta-, me llega el tiempo para ser una ciclista frustrada. Bueno, digo frustrada aunque no me da ninguna vergüenza. Me encanta salir por la zona de Lerín y de Sesma. Cuando estoy en grupo, siempre voy de última y no me importa nada”. Quizá sea esta la única faceta en la que se permite no ser competitiva.