En este mes de septiembre se cumplen 50 años del famoso artículo de Milton Friedman publicado en The New York Times, en el que se afirmaba que “la única responsabilidad social de las empresas es aumentar sus ganancias”. El paso del tiempo entiende poco de matices y aquella frase quedó esculpida, medio siglo después, como uno de los aforismos más célebres del liberalismo económico.
En el último año, coincidiendo con el aniversario, se han producido varios acontecimientos que revisan el debate entre una perspectiva empresarial centrada en los accionistas o en el resto de los grupos de interés. En agosto del pasado año, el Business Roundtable, la élite liberal por excelencia que integra a casi 200 CEOs norteamericanos, afirmó que el propósito de una empresa ya no es sólo atender los intereses de los accionistas (shareholders), sino dar valor a todos sus grupos de interés (stakeholders): invertir en sus empleados, proteger el medio ambiente, tratar de manera justa a sus proveedores y dejar huella social en sus comunidades.
El celebrado texto ha cambiado veinte años de ortodoxia corporativa y ha supuesto el prólogo a unos hechos sucedidos en cadena: el Foro Económico Mundial hizo público en noviembre el Manifiesto Davos 2020, en el que asegura que el rendimiento empresarial debe medirse por objetivos sociales, ambientales y de buen gobierno; en enero de este año Larry Fink, fundador de BlackRock, la mayor gestora de fondos del mundo, giró una circular a sus empresas participadas, anunciando el escrutinio de sus inversiones y el veto a la falta de transparencia y sostenibilidad. La actual pandemia reivindica más que nunca la contribución social de las empresas por encima del beneficio económico.
A nadie se le esconde que estas reacciones pueden ser solo una tabla para surfear la nueva ola ambientalista. Pero lo cierto es que demuestran una cosa: los excesos del sistema económico tienen mucho que ver en la articulación de un nuevo orden mundial marcado por la desconfianza y la deslegitimación del sistema, también democrático. Es urgente que las corporaciones entiendan que los negocios y las relaciones, entendidas como hasta ahora, lesionan gravemente la reputación de las organizaciones.
“Es urgente que las corporaciones entiendan que los negocios y las relaciones, entendidas como hasta ahora, lesionan gravemente la reputación de las organizaciones”.
Los últimos pronunciamientos de la clase económica mundial descubren la importancia de los intangibles en la definición del gobierno corporativo. Valores como el propósito y la reputación corporativa se han convertido en el auténtico patrimonio que asegura la sostenibilidad del sistema. En este contexto, las empresas necesitan cultivar su reputación para no verse deslegitimados en este nuevo orden social. Podemos decir que crecer en reputación pasa por entender tres cosas: 1) la reputación es una licencia social que concede el contexto en el que operas, necesitas inteligencia social para entender el ecosistema, atender sus demandas y corregir tus prioridades; 2) la reputación se fundamenta en el buen hacer a largo plazo, la coherencia entre el propósito corporativo y el rendimiento eficiente y sostenible, que hace crecer la diferencia entre el valor de mercado y el valor real de la organización; y 3) la reputación no está en la empresa sino en las percepciones de todos los grupos de interés: empleados, clientes, proveedores, accionistas, comunidades locales… Sólo cuando escuchas a tus stakeholders, mides tu brecha reputacional, corriges tu camino, te atreves a innovar e incorporas sus expectativas en la creación de valor.
Tomarse en serio la reputación obliga a convertir un compromiso de misión en un plan de acción. La credibilidad del sistema pasa por que las buenas intenciones se conviertan en indicadores de rendimiento, en objetivos de desarrollo sostenible, incorporados a los cuadros de mando de las empresas, con palancas de cambio que rompan silos e introduzcan medidas correctoras.
Cincuenta años después del texto de Friedman, se precisa un nuevo liderazgo que entienda que la generación de beneficios económicos no está reñida con la generación de valor social, ético y medioambiental de las empresas. Debemos entender la reputación como el mejor intangible para verificar el propósito corporativo, cuidar las relaciones con todos los grupos de interés y legitimar a la organización poniéndola al servicio de la sociedad. Con este nuevo reenfoque del debate, es deseable una larga vida al beneficio económico, social y sostenible.
Santiago Fernández-Gubieda
Gerente del Centro de Gobierno y Reputación de Universidades (Universidad de Navarra)