Entre a Spotify o a YouTube mientras lee esta entrevista, porque viene con banda sonora incluida. Elija U2, a ser posible, y empiece por One. Esa es “su” canción, de “su” grupo musical. Gorka Lacunza (Aoiz, 1970) iba a deleitarnos hoy con una demostración de trompeta, pero se le ha olvidado en casa. Una lástima. En su lugar, nos ha traído ‘Surrender: 40 canciones, una historia’, la autobiografía de un Bono que narra su vida apoyándose en las canciones que lo consolidaron como artista.
Resulta natural inferir -o al menos eso creemos- que Lacunza se mueve desde la más tierna infancia en estos terrenos musicales. Para nuestra sorpresa, no es así. “Con 17 años, más o menos, empecé a ir a clases de guitarra. En ese momento empecé a tener pasta y me las pude pagar”, rememora. Quiso dar un paso más e ingresó posteriormente en la Escuela de Música Joaquín Maya. Allí entró pensando en matricularse en guitarra y terminó eligiendo la trompeta. “Si le preguntas a mi hija (Aitana, de 16 años) qué quiere ser su padre de mayor, te dirá que una estrella de rock”, bromea.
Lacunza sigue tocando este instrumento, ahora en la Banda de Música ‘Mariano García’ de Aoiz. Esa localidad de la Merindad de Sangüesa, a la que regresa casi todos los fines de semana, es clave para entender la historia de este reconocido empresario: en ella pasó su niñez, su adolescencia y una parte de su adultez, cuando aún era un principiante en el mundo del emprendimiento. “Incluso cuando montamos Atecna, yo vivía en Aoiz. Esto era una ruina absoluta, vamos, y yo no tenía un duro ni para comprarme un Opel Corsa viejo”, revela. Sobre estas dificultades hablaremos más adelante, porque primero queremos llevarle al “germen” que dio origen a todo.
No queda muy lejos de donde nos encontramos: está en el Casco Viejo de Pamplona. Frente a la Catedral Metropolitana de Santa María la Real, en el edificio que hoy ocupa el Instituto Navarro de Administración Pública (INAP) y que en su día albergó la antigua Escuela de Comercio, Lacunza comenzó su diplomatura en Empresariales, que finalmente terminaría en la Universidad Pública de Navarra (UPNA). Sus años estudiando en el centro de la ciudad fueron “los dos mejores” de su vida. En esa época conoció a sus futuros socios y también a Marisa, su mujer, quien entonces se formaba en Magisterio. “Nos veíamos y tal… Ya sabes cómo son esas cosas -pues sí, lo sabemos, ¿para qué mentir?-. Un día, estando yo de camarero y ella de clienta, vino a hablar conmigo”, relata. Así comenzó su historia.
Además de camarero, fue repartidor de bebida, operario en varias fábricas, administrativo… “Trabajaba fines de semana, en Sanfermines, en fiestas de muchos pueblos… Durante un tiempo repartí bebida con una empresa que había en Aoiz, íbamos con un camioncillo por distintos sitios. Toda esa experiencia, sobre todo la de camarero, fue la leche. Me lo pasé muy bien y me financié muchas cosas”, admite.
Casi se licencia en Económicas, una carrera a la que se apuntó “por la inercia de hacer algo” y luego la dejó sin ninguna pena. “Estuve un año y de repente eché la vista atrás y dije: ‘Esa asignatura no la voy a aprobar porque no me voy a poner a estudiar esa cosa que me parece horrible’”, recuerda. En el ámbito laboral le pasó algo parecido: sus experiencias en distintas empresas le permitieron descubrir lo que no le gustaba, al tiempo que le mostraron el camino que quería seguir. Y lo que deseaba, en definitiva, era emprender. Compartía esa inquietud con dos compañeros de estudios, Fernando Iribarren y César Ilzarbe. Con este último, que ya está desvinculado de la empresa, Lacunza sigue manteniendo una relación de amistad.
LOS COMIENZOS DE ATECNA
En ese “querer hacer algo”, los tres jóvenes se pusieron a indagar y se toparon con una empresa de Barcelona que licenciaba su modelo de gestión documental. “Luego resultó ser un poco fiasco -reconoce Lacunza sin tapujos-. La compañía nos ayudó a montar la estructura del negocio, pero la idea era que nos proporcionara clientes a nivel nacional. Luego nos dimos cuenta de que lo que hacía era vender licencias de su negocio, coger la pasta y dejarte un poco solo”.
«Al principio, iba un día de traje a vender y, al día siguiente, a sacar archivo y a sudar la gota gorda»
La suerte ya estaba echada: “No podíamos hacer otra cosa que tirar hacia delante porque estábamos endeudados hasta aquí -remarca, mientras toca la parte alta de su cuello-. No nos quedaba otro remedio”. El CEO de Atecna recuerda los comienzos, en 1997, como “duros, pero también entretenidos”. Esa temporada, en la que trabajaba de lunes a domingo, fue intensa, aunque él la evoca sin dramatismos. “Los fines de semana, a través de una ETT, me iba a empresas y a fábricas. Así, por lo menos, tenía un ingreso. Es lo que hay y lo que toca -asiente-. Nos costó que esto echara a andar. Parece mentira, pero entonces la custodia de archivos era algo muy novedoso y nadie hablaba de digitalización ni de gestión documental. Había que educar a la gente”.
De esa situación, a su juicio, solo se sale con paciencia y «echándole muchas ganas, la verdad, trabajando duro». «Yo notaba que, cuando íbamos a las empresas, la gente nos tenía cariño. O igual es que le dábamos pena, no sé -ríe-. A veces coincidíamos con ese perfil de administrativa ya bregada, con experiencia, a la que le aparecen dos pipiolos y los trata como a sus hijos”, rememora. Su mejor aliado fue -y sigue siendo, según insiste- la prescripción, el boca a boca.
El esfuerzo no siempre garantiza el éxito, pero en este caso sí rindió sus frutos. Ultracongelados Virto tocó la puerta de Atecna con un proyecto “muy potente” de digitalización. “Virto era el objetivo al que aspirábamos y llegó al principio. Nos hizo ver la luz porque nos dio mucho trabajo, muy constante y muy seguido. Hoy en día siguen siendo clientes. Nuestro negocio ha tenido mucha fidelidad”, destaca.
Su crecimiento -siempre paulatino- les hizo cambiar poco a poco el modus operandi. “Al principio, yo iba un día de traje a vender y, al día siguiente, estaba con la furgoneta y la ropa de curro a sacar archivo y a sudar la gota gorda. Representábamos todos los papeles -argumenta-, porque éramos tres y ya está”. Luego llegarían las primeras personas becarias del Centro Integrado Cuatrovientos, los primeros contratados… En un momento dado, con la entrada de Caja Rural de Navarra como cliente, la plantilla casi se duplicó de repente. Y así pasaron de tres a seis, a quince… En la actualidad, son 79 los atecnícolas que trabajan en La Factoría, la sede a la que se mudaron hace tres ejercicios.
“Le llamamos así porque los dientes de sierra del exterior le dan ese carácter de fábrica sin serlo, pero también porque transformamos: aquí entran documentos y salen datos e información estructurada”, remarca. El escenario en el que nos recibe Lacunza dista mucho del que le acompañó en sus inicios: “Cuando vienen personas nuevas, les damos una píldora de cultura para que no piensen que esto siempre ha sido así. Hace diez años no era ni parecido y, al principio, estábamos en una habitación pequeña en la que entraba el frío por la ventana y por la pared. Ahora hay que trabajar para que se mantenga”.
Esa gran responsabilidad no le impide ocupar su cabeza con una cantidad llamativa de aficiones. Para que el lector no piense que estamos exagerando, se las enumeramos: además de la trompeta, el CEO de Atecna estudia euskera en la Escuela Oficial de Idiomas de Pamplona; es miembro de un grupo de fotografía en Aoiz; preside un club de kayak en dicha localidad; practica senderismo; y, cuando puede, viaja. “Me voy de vacaciones a la playa y al segundo día, tumbado en la hamaca, digo: ‘Bueno, vamos a ver qué hacemos de aventura’. Siempre tengo que hacer algo, aprender algo, la pena es que tengo mala memoria. Entonces aprendo y se me olvida… ¡Ni con la agenda!”
«Siempre tengo que hacer algo, aprender algo. La pena es que tengo mala memoria»
Nuestro entrevistado tiene su punto estoico: “odia” salir a correr, pero que lo hace de todas maneras porque le mantiene en forma. A nosotras, todo eso quizá nos volvería locas. Sí, le hemos dicho esto a la cara. A él no parece molestarle nuestra acotación. “¡A mí también! -responde-. El problema no es volverte loco, sino volver loco a los demás. Al mismo tiempo, tengo la sensación de que eso ha ayudado a que Atecna tire para adelante. A mí no me gusta la gente que dice: ‘Esto siempre se ha hecho así, es que tú dijiste que…’. Pues ahora digo lo contrario y no me arrepiento. Hemos sido muy lanzados”, confiesa.
Lacunza tiene claro hacia dónde quiere lanzarse: “La Inteligencia Artificial nos va a ayudar a pensar, a construir relatos mucho más atractivos. Creo que ha llegado para desmoronar y cambiar todo. No puedo imaginar lo que ocurrirá en una década, pero sí sé que con los datos que estamos estructurando podemos adoptar motores de Inteligencia Artificial que permitan a las empresas obtener información muy valiosa, al margen de lo que consigan a través de la competencia, por evolución o por legislación. Eso va a ser muy asequible y ridículamente barato”. La digitalización se ha convertido en el centro de todo lo que Atecna hace, pero su CEO todavía lee libros en papel, más aún si hablan de U2.