Como neurofisióloga, María Ángeles Idiazábal estudia el funcionamiento del sistema nervioso, lo que nos da pie a bromear con la posibilidad de que de nuestro comportamiento, nuestros gestos, quizá un tic, pudieran diagnosticarnos algún desequilibrio. Se ríe antes de contestar de explicar que «eso se hace a través de pruebas y exploraciones» y que quienes pueden detectar esos trastornos son otros especialistas: los psiquiatras.
Sabíamos que es una reconocida médica y poco más, porque no hemos encontrado nada en las redes sociales sobre ella a la hora de documentarnos. «Es que no me gustan. Hay un perfil en Facebook, que no sé si es mío o de la empresa». Se refiere al Instituto Neurocognitivo Incia, que fundó en 1998. Eso también lo conocíamos: «Hace unos meses me dijeron que tenía que estar en Instagram. Pero es que no va conmigo, lo dejé en manos de una profesional que sí sabe de esto, porque yo no sé ni entrar. Hombre, la web sí que la trabajo, subo los contenidos para ofrecer a la gente información real, verídica, contrastada científicamente y acreditada por el Colegio de Médicos. En eso soy muy purista».
Amablemente nos revela que su infancia y adolescencia transcurrió en Arteaga, al pie de la sierra de Lóquiz. Un «pueblo, pueblo» en el que entonces vivían «ocho o nueve críos, incluidos mis dos hermanos» y al que vuelve cada quince días desde su lugar de residencia, Barcelona, para estar con sus padres. Precisamente, la entrevista tiene lugar en la localidad navarra. «Soy de aquí, nunca me he desvinculado, vengo y me basta con estar con los míos, ver todo esto verde… No necesito nada más. Estoy en Barcelona, tengo playa y voy con mis hijas, Ainhoa e Iratxe. Pero lo que me da vida y me carga las pilas es esto, lo tengo metido en la sangre».
Estudió en Estella, en los colegios Remontival y El Puy, y se marchó a Zaragoza para licenciarse en Medicina y Cirugía. «Mi hermano, que me lleva un año, hacía Veterinaria allá. Con mis padres decidimos que era mejor así, han sido gente muy trabajadora, muy luchadora y su único objetivo era darnos formación. Siempre nos dijeron que toda la herencia la iban a dedicar a eso, a nuestra formación». La medicina fue una vocación temprana: «De pequeña decía que iba a dedicarme a curar gente. Entonces ni sabía lo que suponía, pero lo tenía claro. Ni me planteé hacer otras carreras y eso que en mi familia no hay ni siquiera enfermeras».
«Esta es una profesión que te obliga a estudiar todos los días y todas las horas durante toda la vida».
María Ángeles Idiazábal es especialista en Neurofisiología Clínica, máster internacional en Diagnóstico Neurológico (Universidad de Barcelona) y especialista en Neurofisiología Cognitiva por el Centro de Neurociencias de La Habana, nada menos. Llegó a Cuba para hacer el tercer curso del MIR porque ningún hospital español tenía un servicio de Neurofisiología Cognitiva. «Aún ahora no existe en la mayoría». En teoría no se puede hacer el MIR en otro país, pero su jefe en el servicio de Neurofisiología de un hospital zaragozano le ayudó y consiguió la autorización para que completara su formación en Cuba. Era el año 1997.
Contaba con el permiso, pero no con el dinero. «Tuve que pedir mi primer préstamo para pagar el viaje y sobrevivir allí porque con lo que cobraba no me llegaba». Le brillan los ojos al recordar a la familia en cuya casa se alojó. «Son mi papá y mi mamá, tengo una ahijada y a mis hermanos allá». Además de profesionalmente, su estancia le sirvió para crecer como persona. «¡Pero mucho, mucho! Me costó volver, la calidad humana de aquella gente, que te den todo sin tener nada… Estábamos en lo que se llamaba en Cuba ‘el periodo especial’, con cartillas de racionamiento, la luz se iba y venía. Era horroroso».
Inicialmente, su padre cubano era reacio a alojar a una española a la que ni siquiera podían alimentar como es debido. «Cuando ya me marchaba, sin embargo, le dijo a su mujer: ‘Siempre hemos querido tener aquí a nuestros hijos y ahora nuestra hijita rubia se va a España! ¿Qué vamos a hacer sin ella?’. Aún se me pone la piel de gallina, fue increíble». Con una sonrisa algo melancólica añade que, por supuesto, mantiene el contacto con aquella familia. «Con 80 años no habían salido de Cuba y hace seis los trajimos».
Terminó su formación académica, pero sigue estudiando. «Esta profesión te obliga a hacerlo porque todos los días, durante toda la vida, se van descubriendo cosas. Todo ha cambiado muchísimo desde que salí de la universidad. De hecho, desde hace siete años tenemos una Unidad de Estimulación Cerebral no Invasiva en la clínica para el tratamiento de enfermedades neurológicas y psiquiátricas o del dolor. Cuando me formé, eso ni siquiera existía». Además, la suya es una de las especialidades más complejas de la medicina porque se ocupa del comportamiento y, por tanto, del cerebro, «que es un órgano del que conocemos muchísimas cosas pero desconocemos muchas más«.
«Para terminar el MIR en Cuba, además de los permisos, tuve que pedir mi primer préstamo».
María Ángeles Idiazábal hace esfuerzos para que comprendamos algo de su dificilísimo trabajo, que incluye por ejemplo la realización de los protocolos de registro, análisis y aplicaciones clínicas de los potenciales evocados cognitivos de la Sociedad Española de Neurofisiología Clínica. Ni siquiera leyéndolo somos capaces de decirlo bien. Pacientemente nos informa de que la neurofisiología cognitiva se ocupa de estudiar desde el punto de vista neurofisiológico cómo funciona el cerebro en cuanto al procesamiento de información, atención, memoria… En definitiva, su función cognitiva dejando al margen la motora: «Por qué atendemos o no, por qué podemos procesar el lenguaje o no, hay cerebros que no pueden procesar información auditiva y otros la visual… De eso se ocupa la neurofisiología cognitiva y hay pruebas neurofisiológicas para medirlo que son los potenciales evocados cognitivos. En eso es en lo que me formé en Cuba«.
UN BICHO RARO
Nos deja boquiabiertos, pero es un consuelo saber que hace apenas 25 años ella misma se sentía «un bicho raro» porque prácticamente nadie más se ocupaba de esas cosas. «Por eso me tuve que montar mi propia clínica. Volví de Cuba en noviembre de 1997, terminé la especialidad el 31 de diciembre y el 1 de enero del 98 estaba en Barcelona, sin trabajo ni dinero ni nada. Fui al Hospital del Mar y pedí que me dejaran estar allí, aunque no disponían de unidad de fisiología cognitiva. Me dijeron que no me podían pagar y que tampoco podía optar a una beca. ¡Pues ya me buscaré yo la vida! Así me dejaron entrar. Vivía del paro, pero en septiembre de ese año conseguí que la Fundación Roviralta me comprara un equipo de potenciales evocados cognitivos. Lo instalé en el Hospital del Mar, que al final me dio una beca para hacer un proyecto de investigación. Vi que aquello no tenía demasiada salida y les dije que me lo iba a montar por mi cuenta«.
Intuimos que si poner en marcha cualquier negocio es complicado, aún tiene que serlo mucho más si se trata de una clínica que se ocupa de una especialidad tan concreta y casi desconocida. Lo confirma con un gesto elocuente y suma a eso que no tenía contactos, no conocía a casi nadie y tampoco la sanidad catalana. Otra vez se tuvo que buscar la vida. «Trabajaba en varios sitios a la vez y cuando reuní un poco de dinero alquilé un despacho de 10 metros cuadrados, sólo cabía la mesa y el equipo de potenciales cognitivos que lo había comprado con otro préstamo. Pero no tenía pacientes, uno al mes, dos…” Seguía con el resto de trabajos para pagar la máquina y el alquiler del diminuto despacho.
“Si uno no tiene con qué pagar no se va a quedar sin su tratamiento, pagará la mitad, o un tercio, o más tarde”.
Poco a poco fueron llegando los pacientes. Y, un año más tarde, pudo alquilar otra consulta más grande en la Clínica El Pilar y las cosas empezaron a ir como había soñado, contradiciendo a quienes pensaban que «era una loca». En 2016 inauguró el Instituto Incia, ya con sus propias instalaciones y donde hoy trabajan nueve personas que tratan enfermedades como las neurológicas cognitivas, trastornos del sueño, dolor o déficit de atención con hiperactividad. El centro es pionero en el tratamiento y rehabilitación neurocognitiva. De aquel paciente solitario que atendía a lo largo de todo un mes ha pasado a recibir, entre una cosa y otra, a «¿600?, ¿700?». «¡Buf! No sé, igual son más. Metemos muchas horas, vaya, como en cualquier sitio, pero me considero una afortunada porque trabajo en lo que me gusta». Al preguntarle por el presupuesto de su negocio, dice con naturalidad que nunca se ha sentado «a hacer una previsión de ingresos y gastos al principio del año».
Llegar hasta donde está hoy no ha sido fácil y lo ha conseguido gracias a su perseverancia y empeño. Ha tenido que arriesgar para vencer la incomprensión de sus compañeros de profesión, estudiar mucho, innovar en un ámbito en el que es pionera… Pero rebaja sus méritos al comentar que «nada en esta vida es fácil». «Como digo, al menos en mi caso estoy haciendo lo que me gusta».
Además, tiene que hacer frente al recelo con el que se mira a la medicina privada. «Parece que solo vale lo que dice la pública. Pero al final, si estás ahí pico y pala, poniendo el alma en todo lo que trabajas te lo reconocen, claro que sí». ¿Perjudica el hecho de que un tratamiento del Instituto Incia conlleve el abono de una factura? «En realidad, el paciente no paga. Me explico. Aquí en Navarra no es así, pero en Cataluña el 90 % tiene una póliza de salud con una mutua, que es la que nos paga. Por cierto, el presupuesto es tan ajustado que cubre el gasto y poco más, por eso es necesario mucho volumen de pacientes… Pero si uno no tiene con qué pagar no se va a quedar sin su tratamiento, pagará la mitad, un tercio, lo hará más tarde o no le cobraremos. No busco acabar siendo rica. Si fuera así, no estaría haciendo lo que hago«.
«Hay quien no habla de pacientes, sino de clientes. No estoy de acuerdo. Ante todo son personas».
A la vista de todo lo anterior, es natural que la Sociedad Española de Neurofisiología le haya concedido varios premios y que, en 2018, recibiera el Premio Nacional de Medicina Siglo XXI en Neurofisiología Clínica. Sin que en absoluto suene a falsa modestia, afirma no obstante que «el mayor reconocimiento viene de los pacientes». «Hay algunos para los que somos el último recurso y, cuando te dicen ‘he salido o estoy mejor’, de verdad que ese es el mejor premio».
Al recibir uno de sus galardones, lo dedicó a sus padres porque le habían enseñado «a creer en los sueños y a luchar por ellos». ¿Ha conseguido que los suyos se cumplan? «Muchos sí, pero sigo persiguiendo muchos más. Una paciente me dijo que uno es viejo cuando le pesan más los recuerdos que las ilusiones, y yo tengo muchas ilusiones. Sigo luchando por mis sueños porque el día que deje de hacerlo habré muerto en vida». En esos discursos de agradecimiento también señaló que había aprendido de sus pacientes a ser mejor persona y mejor profesional. Se lo recordamos y reflexiona un momento: «Sí, mucho, mucho. Hay quien no habla de pacientes, sino de clientes. No estoy de acuerdo. Ante todo son personas y no sé si hago bien o mal, pero entablo una relación bastante estrecha. ¡Claro que me enseñan!», exclama abriendo las manos como queriendo decir que es algo evidente, natural.
Hemos terminado y salimos al exterior. Brilla el sol ,haciendo que el verde de los campos cobre una viveza casi irreal. Lóquiz se recorta con nitidez en el intenso azul del cielo. Por un momento permanecemos en silencio, admirando la belleza que nos rodea. «Esto es lo que más feliz me hace: mi tierra, mi ambiente, mi gente y mis hijas», dice sonriente al despedirse.