Nuestra entrevistada nació hace 74 años en Cintruénigo, localidad que dejó cuando aún no había cumplido los 17 para irse a Suiza porque su temperamento inquieto demandaba algo más que lo que el pueblo podía darle, y porque no se conformaba con lo que le deparaba el destino. Es en Cintruénigo, en su casa, donde tiene lugar esta entrevista. Nos recibe con toda la naturalidad del mundo, y hablamos mientras una de sus cuatro nietas gatea a nuestro alrededor y su madre ayuda a Isabel Chivite a calcular fechas y recordar detalles.
Era la segunda de los cinco hijos de unos labradores, todos los demás eran chicos y en aquellos tiempos solo estudiaba el primogénito, al resto le esperaba el campo y las mujeres, como Isabel, la casa. “Me enteré de que ofrecían empleo en un pueblo del cantón de San Gall, Rochas, en una fábrica de cello, pagaban el viaje, el alojamiento y la comida, y te daban un buen sueldo. Estaba todo muy bien organizado y controlado, ibas con un contrato para un año ya firmado, no como ahora, la gente viene a saco a España”, comenta Isabel, que recuerda que sus padres no querían dejarle que se marchara, “les hice llorar, pero si no me dejaban me iba a escapar. Es que esto… siempre lo mismo, lo de casa, coser, ir a misa, a las flores”.
Fue la primera muestra de su carácter impulsivo, tenaz y valiente. Sin haber salido antes del pueblo, la chiquilla partió “tan contenta” hacia Suiza. Cuenta entre risas que en uno de los transbordos de tren que tuvo que hacer en el viaje sentía hambre y compró un bocadillo de salchichas frankfurt, “que no había comido nunca”. Pidió por señas que le echaran abundante “de algo que yo creía que era mayonesa, porque mi madre también la hacía amarillica, y resultó ser mostaza. Más, más, le decía a aquél hombre, y mira ¡qué picor! Fue mi primera experiencia y me sirvió para comprender que todo era muy diferente, las comidas, la cultura, todo”.
“Hice llorar a mis padres cuando les dije que me iba a Suiza, pero si no me dejaban me iba a escapar”
En Suiza se hizo amiga de unas chicas de Corella que una vez cumplido el contrato de un año se fueron a París, donde tenían a su hermano. “Les dije buscarme algo allí, que yo también me voy. Vine a casa, estuve unos meses y les dije a mis padres que me iba a París ¿Cómo a París? Mi padre me leyó la cartilla, ¡me metió más miedo! Me dijo que como trajese una vergüenza no entraba en casa”. En París trabajó en varias casas, “lo pasé fatal por el poco conocimiento, nos llevaban 25 años de ventaja, no sabía el idioma, así que aprendí francés. Me compré un libro y estudiaba por las noches, además escuchaba la radio. Es que con esas experiencias también creces”.
APRENDER A COCINAR
Isabel vio que podía tener futuro como cocinera y de nuevo se compró libros para aprender, aunque también le enseñó la dueña de una de las casas donde trabajó: “Eran unos judíos y esa señora me ayudó un montón, los dos eran muy humanos, él había estado en el campo de concentración de Auschwitz y tenían mucho dinero, todos los comercios de una avenida eran suyos”. La estancia en París se prolongó durante 16 años, allí conoció a Jorge, hijo de emigrantes de Zaragoza que se convertiría en su marido, y allí nacieron sus dos primeros hijos. “Trabajamos mucho los dos, Jorge tenía un puesto estupendo ¡pero estupendo! Era mecánico en una metalúrgica muy importante, y yo me coloqué en un restaurante y levanté el negocio ¡a aquél hombre lo hice rico en tres meses! Eso me hizo crecerme, no me conformaba ya con ser una emigrante y le dije a mi marido que yo ya no iba a trabajar para nadie, sentía que no me valoraban. Él: pero mujer, eso no puede ser… ¡Pues sí puede ser!
Fue, claro. El sacerdote que bautizó a sus hijos en París consiguió un trabajo para su marido en Astigarraga y regresaron a España. De eso hace unos 40 años. “Pero la empresa fue a menos y un año después lo despidieron, y me fui al Ayuntamiento de Astigarraga y les pregunté: A ver, qué hay para trabajar por aquí. Me dijeron que él podía poner sombrillas, pues hala, a poner sombrillas. ¿Y para mí? Hay un restaurante que sale a subasta para los cuatro meses de verano, si quieres…” Isabel se unió a una chica de Pitillas que vivía muy cerca y se hicieron con el restaurante “y a ganar dinero, trabajamos muy bien”. Cuando llevaban tres años en Astigarraga conoció en el restaurante al empresario Ramón Vizcaíno, quien ofreció un empleo a Jorge en una naviera en Avilés, y un cliente la contrató para llevar la cafetería del Instituto Nacional de Previsión de Amara, en San Sebastián, una vez que terminara la temporada de verano.
“En París lo pasé fatal por el poco conocimiento, nos llevaban 25 años de ventaja, no sabía el idioma, así que aprendí francés. Me compré un libro y estudiaba por las noches”.
LOS INICIOS DE FRISA
Pero una casualidad cambió su vida. Antes de ir a Avilés su marido fue a Cintruénigo para recoger unos documentos e Isabel le dijo que pasara por Victorio Luzuriaga, la fábrica de Tafalla, porque había oído que estaban contratando mecánicos. “Acércate a ver, chico, total… y oye, abrir la puerta y le preguntaron ¿qué eres? Mecánico ajustador. ¡Hecho! Pasó la prueba y yo me quedé en San Sebastián, trabajando y con los dos hijos, y él de pensión en Olite, te quiero decir que no ha sido fácil”. Un tiempo después la familia volvió a reunirse en Olite, “pero otra vez mi inquietud, necesitaba hacer algo, así que empecé a trabajar en el restaurante Gambarte y en el Zanito”.
Un día vio en la calle Mayor de Tafalla “una tiendilla de 40 metros” y el dueño del negocio le indicó que iba a jubilarse. Se la quedó. Sin necesidad de preguntarle de dónde sacó el dinero nos dice, bajando algo la voz, que “he sido también un poco negocianta. En cuanto juntaba algo compraba un piso; en Astigarraga un ático, después lo vendía. Después en Zaragoza, lo mismo, me gustaba menear el dinero, mi marido tenía más paciencia conmigo que el santo Job, es que yo no he dado valor al dinero nunca, viene rodándolo, trabajándolo, si lo guardas nada”. Con José Iribas como intermediario, porque era el abogado de los propietarios de la bajera, cerró el trato. Instaló un pequeño obrador, un mostrador “y un banco en la calle para que se sentase la gente porque no había sitio dentro”.
Empezó a hacer comidas sin hacer caso de los agoreros que no daban un duro por el futuro del negocio: croquetas y fritos, y también ensaladilla rusa, guisados, pollo asado, “vendía hasta pan y leche, el que venía que se fuera con todo, y me busqué una mujer que me ayudaba para abrir todos los días, como los chinos, sábados y domingos también”. “Lo llamé Frisa, de fritos e Isabel, y no tenía ni gestores ni asesores ni nada, puse dos clavos detrás de la puerta, el debe y el haber, ahí colgaba todo”. El negocio fue creciendo, se le ocurrió además vender por teléfono y un repartidor le llevaba los pedidos a la clientela, bares y carnicerías de los pueblos de alrededor. Era el año 1981 y la familia se había ampliado con una hija.
LA CATÁSTROFE
“Quería hacerme marca, pero veía que en un local tan pequeño no podía ser”, así que buscó y compró un terreno frente al centro de salud de Tafalla… que no pudo utilizar porque el Ayuntamiento rechazó su proyecto, un edificio de viviendas y su modesta fábrica en las bajeras. Cualquiera que no fuera Isabel Chivite se hubiera rendido, pero ella encontró una salida perfecta. Cedió el terreno a un contratista que construyó viviendas y recibió a cambio un piso y la bajeras, “luego las vendí. Es que si algo me salía mal no me quedaba parada pensando, corriendo me iba a por otra cosa”. Localizó otro terreno junto al Cuartel de la Guardia Civil, también en Tafalla, y ahí levantó la primera fábrica Frisa con el dinero que obtuvo de su imprevista operación inmobiliaria y préstamos de los bancos. El negocio iba muy bien, once años después había amortizado la inversión, devuelto los préstamos y tenía beneficios, pero entonces llegó la catástrofe: el 10 de octubre de 2003 el estallido de una caldera destruye la fábrica. “Cosas que ocurren, eso se llama accidente. Me quedé con el cielo y la tierra, sin nada, ya tenía 16 empleadas y todas ahí llorando… Fue muy duro, muy duro”. Debió serlo, porque es la única vez en la que se le ensombrece su luminosa mirada en toda la entrevista.
El 10 de octubre de 2003 la explosión de una caldera destruyó la primera fábrica de Frisa, en Tafalla, e Isabel Chivite tuvo que empezar de nuevo, desde cero.
“La Guardia Civil pensaba que era una bomba de ETA contra el cuartel que se les había desviado y me había dado a mí”, añade recobrando su desbordante vitalidad. La misma que le sirvió para empezar otra vez, desde cero. El Ayuntamiento le cedió unos locales para guardar las máquinas que se salvaron e instalar una oficina provisional para contactar con los clientes. La aseguradora le prometió una indemnización “pero de palabra, yo no lo veía claro pero tampoco podía estar parada”. Un amigo, Santiago Palacio, fundador de Tutti Pasta y propietario de Zumos de Navarra, le cedió las instalaciones de Esquíroz y su maquinaria para que trabajara allí cuando ellos no producían, durante la noche. “Se portó como un jabato, ¡qué hombre! Sólo me pidió que le dejara todo como el me lo dejaba, y eso hacíamos, se quedaba todo recogido y limpio”.
Jugó muy fuerte, y ganó. Decidida a construir otra fábrica emprendió una batalla judicial contra la aseguradora porque cada vez ponía más inconvenientes a la indemnización, y aconsejada por Iribas contrató “al mejor despacho de abogados, Garrigues Walker. No tenía un duro, así que llegamos al acuerdo de que cobrarían si ganábamos”. Mientras tanto, como Frisa no podía seguir indefinidamente en Tutti Pasta se instaló de forma provisional primero en Buñuel y luego en Villatuerta, hasta que encontró un terreno en Villafranca. Pidió un préstamo puente con la esperanza de que un día llegara la indemnización, cosa que ocurrió dos años después. “Pagué 25 millones a los abogados, y yo decía ¡pero qué bien! Porque había conseguido 200 y pico”. Con ese dinero comenzó a construir la Frisa definitiva, la que hoy sigue funcionando en Villafranca.
A los 65, hace 9 años, se jubiló, en 2010 recibió el premio a la Mujer Empresaria de Amedna y en 2012 falleció Jorge. Frisa se fusionó con Congelados de Navarra. “Yo dejé todo, pero una parte la lleva mi hijo”. Llevamos ya casi una hora, es hora de ir despidiéndonos pero no queremos hacerlo sin volver a preguntarle cómo fue posible que se rehiciera tras la explosión. “No lo habría conseguido sin la fuerza y el apoyo de la familia y de los trabajadores, ¡venga, Isabel, que te seguimos! Eso vale mucho y la prueba está en que no les he defraudado, ahí siguen, en la fábrica. Bueno, trabajadoras, yo he trabajado siempre con mujeres excepto ahora que hay un par de almaceneros y un mecánico”.
“En Suiza me castigaron por defender los derechos de una compañera, hice huelga porque le tocaron el culo y me dejaron sin indemnización”.
Luego ha sido feminista casi antes de que se inventara el feminismo, le decimos medio en serio medio en broma. “Pues sí, mira, una anécdota. Estando en Suiza, cuando me faltaba un mes para terminar el contrato y por defender a una chica de Rincón de Soto hice huelga con otras seis compañeras y nos castigaron, porque salimos con pancarta a defender los derechos de una mujer a la que uno le había tocado el culo y ella le dio una bofetada. No nos dieron la indemnización que nos debían, 500 pesetas”. Esa revelación hace que nos vayamos lamentando no poder seguir escuchándole, convencidos de que Isabel Chivite aún tenía mucho más que contarnos.