“He estado siempre a caballo entre Pamplona, donde nací y vivían mis padres, y Olite. Allí estaba el negocio y manteníamos siempre abierta una casa en la que pasábamos el verano”, explica Javier Ochoa para iniciar una conversación durante la que se va a mostrar risueño y jovial. Eso, unido a lo que nos va contando, nos lleva a pensar, aunque suene algo cursi, que es la personificación de la alegría de vivir.
Bueno, estudió en los Escolapios, se hizo perito mercantil “en la Escuela de Comercio”, donde también empezó a trabajar como profesor. Pero enseguida murió su padre y en 1970, con 20 años, se hizo cargo de las viñas y la bodega familiar, cuyos orígenes se remontan al menos a 1845: “Hay constancia de que ese año la familia Ochoa elaboraba y vendía vinos. Era una bodega pequeña. Es mi padre el que le da un impulso y hasta empieza a embotellar el que llamaba el especial. Lo demás lo vendía a la menuda, en barricas, pellejos…”.
En 1975 decidió que el vino “tenía que ir embotellado, todo, y con una marca”. Compró una embotelladora, que sustituyó a la de su padre, y aparcó su gran afición, la fotografía, para dedicarse a la viticultura. Comprendió que necesitaba estudiar enología y se marchó a Requena (Valencia) “porque me convalidaban asignaturas”. También completó su formación en Madrid, en la Escuela de la Vid y la Universidad Autónoma, y en Burdeos. “El título de enólogo no estaba reglamentado como tal, ibas haciendo cursos de adecuación”. Bajo su dirección, la bodega fue evolucionando poco a poco, sin cambios bruscos, y adquirió un notable prestigio de calidad hasta llegar a lo que es hoy.
“Hay un mito con eso de los viñedos viejos… Soy partidario de que el que ya no da una calidad o no da uva, fuera”.
Pero hubo un lapso porque recibió el encargo de la Diputación Foral de poner en marcha la Estación de Viticultura y Enología (Evena). “Acepté pensando en que iba a ser por un tiempo más o menos breve porque tenía mi bodega, y me dijeron: ‘Bueno, tú empiézalo'”. Al final fueron once años, en los que “la bodega se quedó ahí, en mínimos”, a cargo de su mujer, Mariví Alemán, de la familia de los propietarios del Hotel Maissonave. Incluso arrancaron parte del viñedo. Pese a las consecuencias que tuvo para el negocio familiar, recuerda con agrado la etapa de Evena. “Estaba todo por hacer y fue una época muy bonita. Trabajé mucho, pero muy a gusto”. Propuso entonces que se instalara en Olite. “Yo era el primer teniente de alcalde, me liaron y fui en la lista de UCD. Y lo gestioné ante el Ayuntamiento”.
Durante su ausencia, Mariví Alemán tomó una iniciativa que después tendría gran importancia para la bodega. “Lo poco que se hacía lo enfocó al exterior. Ahí se inició una andadura distinta. Y cuando dejé Evena en 1992 y volví, potenciamos eso. Cambiamos los viñedos, que eran muy viejos y no tenían… Es que hay un mito con eso de los viñedos viejos… Yo soy partidario de que el viñedo que ya no da una calidad o no da uva, fuera”. Javier Ochoa renovó la finca, plantó vides pensando en la mecanización de las labores de vendimia y cultivo y, gracias a su experiencia en la bodega experimental de Evena, apostó por la innovación. “José Mari Zabala me explicó que había ayudas para estas cosas del CDTI y del Gobierno de Navarra, las conseguimos y así nació nuestro moscatel dulce, que fue un éxito. ¡Me he dedicado a los tintos, pero se me conoce por el moscatel!”, exclama acentuando su sempiterna sonrisa.
“¡Me he dedicado a los tintos, pero se me conoce por el moscatel!”.
El negocio creció bajo su dirección y, tras jubilarse hace cinco años, cuando cumplió 70, sus hijas Adriana, enóloga, y Beatriz se hicieron cargo de Bodegas Ochoa. “Ahora vengo a disfrutar de esto”, comenta risueño y trazando un semicírculo con la mano con el que quiere abarcar la bodega y las viñas que la rodean. Es más, tiene tiempo por fin para dedicarlo a su asignatura pendiente, la fotografía. Es un legado familiar, como la bodega, una afición que cultivaron tanto su abuelo materno, José Martínez Berasáin -“era un buen fotógrafo, su material lo he donado al Archivo General de Navarra”– como su padre, del que ha recuperado imágenes costumbristas de Olite que decoran espacios de la bodega al lado de algunas suyas: “Ha sido una idea de mis hijas, que también han puesto una foto de mi padre en la etiqueta de un vino. Hizo incluso algo de cine porque su hermano, que vivía en América, le regaló una vez que vino una cámara. Grababa las fiestas, a sus amigos… Eso también lo he donado a la Filmoteca”.
“… ES BRUTAL”
Lo que de verdad le gusta, como a su abuelo, es fotografiar los encierros de San Fermín. “Me han atraído mucho siempre, mucho”. Aunque no por haber sido corredor ocasional. “Alguna vez corrí, pero no era lo mío”. ¿Entonces? Demora la respuesta tratando de ser expresivo y dice simplemente “… es brutal”. No será la única vez que a lo largo de la entrevista utilice ese término, brutal, para referirse al encierro. Javier Ochoa hace un alto en su relato para comentar que “no entiendo cómo no pasa algo gordo, corre cantidad de gente y no pasa nada, debe ser el capotico”. Entonces nos enseña un libro que ha hecho con sus mejores fotos de los encierros del año pasado y señala una en la que se ve a un corredor muy apurado en la curva de Mercaderes junto a un toro, entre cuyas astas queda un San Fermín pintado en las protecciones de un establecimiento. “¿Ves? Para mí esta foto representa el capotico”. Es la que ha elegido para el cartel de la exposición que ha colgado en el Nuevo Casino, en la que por primera vez ha mostrado sus instantáneas del encierro bajo el título ‘El capotico de San Fermín’.
“Un corredor se agarró a la correa de la cámara y me tiró sobre los corredores y la manada en un montón. Mientras caía, seguí disparando”.
Ahora, con las cámaras digitales, sostiene que no resulta tan difícil fotografiar la carrera sanferminera como en la época analógica y, sobre todo, como lo era en tiempos de su abuelo, cuya cámara era un cajón de madera grande y pesado, sostenido por un trípode también voluminoso. “No sé cómo se las arreglaría, aunque no era como ahora. En sus fotos se ve que hay pocos corredores y pocos espectadores”. Pero cuando él comenzó a principios de los 70, “sin motor y con enfoque manual, era desmoralizador. Bastantes días me iba sin conseguir ni una foto después de madrugar y pelearte por conseguir un sitio en el vallado. ¡Pasa a tal velocidad!”. Se ríe y a continuación nos revela por qué: “Estaba recordando que, una vez, invitamos a un gran fotógrafo catalán, Ramón Serras. Le pusimos en un sitio preferente en el callejón, le dimos todos los consejos… Total que no hizo ni una, decía que le había pasado el toro rozando y que se quedó agarrotado”.
Para conseguir un lugar desde donde hacer las fotos ha recurrido a amigos que le abren sus balcones, a la Asociación Fotográfica y Cinematográfica de Navarra de Pío Guerendiáin y José Mari Nebreda, que le facilitaban un hueco en el vallado, e incluso a Javier Aldaz, el carpintero del encierro, quien le dejó uno de sus chalecos de trabajo para que tuviera paso franco al recorrido. Y ya puestos a recordar anécdotas, cita la ocasión en la que se encontraba en el callejón, se produjo un montón, uno de los corredores se agarró a la correa de su cámara para intentar escapar “y me hizo caer sobre el montón y la manada”. Pero él siguió disparando. “Tengo una foto en la que solo se ve parte del lomo de un toro o de un manso. La máquina se rompió, pero se salvó el negativo. Me sacaron a rastras, tirando de los pies, entre un municipal y un barrendero”.
Muy cerca estaba el célebre fotógrafo Canito, “que se defendió y no lo tiraron”. “Pero fíjate cómo se habría agarrado con las piernas al vallado que las tenía en carne viva, se las tuvieron que vendar. Otro día se subió uno donde yo estaba… Oye, no sabes qué saltos da la gente cuando tiene los toros a medio metro. El caso es que se me abrazó que no podía moverme”.
“Sigo yendo a la bodega para disfrutarla, a probar vino o dar una vuelta por la viña”.
Desde que se jubiló sigue yendo a la bodega “para disfrutarla, a probar vino o dar una vuelta por la viña”. Le gusta viajar con su cámara, “pero pesa y por eso no la llevo todo el día colgando”. Además, cuando quiere hacer fotos prefiere ir solo “porque te retrasas y los demás te tienen que esperar, haces la foto rápido, sin poner tanta atención. Y yo concibo la fotografía como algo pausado, tengo que pensarla, ver el mejor encuadre, la luz…”.
Aunque ha comenzado a exponerlas, insiste en que “hago las fotos para mí, disfruto haciéndolas y es una gran satisfacción cuando me salen bien. Bueno y para enseñároslas”, nos dice mientras recorremos la bodega y explica algunas de las que cuelgan entre botellas y barricas. Cuando nos despedimos, reparamos en que casi no hemos hablado de vinos.