Son dóciles, de grandes orejas y manchas negras en la cabeza y sus cuartos traseros, que descansan sobre su piel rosada. A principios del siglo XX había aproximadamente unos 130.000 cerdos pío negro en los campos del norte de Navarra y el sur del País Vasco francés. Para el año 1985, sin embargo, apenas quedaban “unos veinticinco” ejemplares de esta especie. La historia es recitada de memoria por José Ignacio Jauregui, conocido por todos como Joxi. Junto al ganadero francés Pierre Oteiza y María José Beriain, catedrática de Nutrición y Bromatología en la Universidad Pública de Navarra (UPNA), este vecino de Lekunberri fue uno de los pioneros en el rescate y la conservación de los euskal txerri o nabar beltza.
Hace poco más de dos décadas, y de la mano de un amigo veterinario, nuestro entrevistado conoció esta singular raza en Baztan. “Fuimos a verlos y así empezó nuestra historia”, rememora. Se trató, sin duda, de un amor a primera vista: Jauregui no dudó en comprar dos hembras y un macho. Pronto, además, se animó a adquirir la granja entera de Oronoz-Mugaire (años después adquiriría otra cuadra en Arruitz, de 80.000 metros de extensión). El proyecto que ya tenía en su cabeza le exigiría una entrega incondicional. “Para garantizar la pureza de esta raza necesitas tener un control absoluto de la producción. De lo contrario, no existen las garantías suficientes”, explica. Razón no le falta. Precisamente, el cuidado meticuloso que requiere la cría de estos cerdos -y su escasa rentabilidad en comparación con otras razas- fue lo que casi provocó la extinción del pío negro.
La pasión con la que habla Jauregui nos lleva a asumir que viene de familia de ganaderos, pero no es así. Contaba apenas dos años cuando, en 1969, sus progenitores empezaron a regentar el bar Ainhoa de Lekunberri. No es que queramos empecinarnos en el error, pero nuestro pronóstico fallido, en todo caso, no se aleja demasiado de la realidad. “Mis padres son de Aldaz, donde en todas las casas se mataban cerdos. He vivido eso desde pequeño. Me acuerdo de hacer txerri en la casa de mi madre, de los gorrines pequeñitos, de los olores… Todo eso me ha interesado mucho”, evoca.
Esa herencia le animó a introducir la nueva faceta que emprendía en el establecimiento familiar. Jauregui, que empezó a trabajar de lleno en el bar a los 18 años, tras el fallecimiento de su padre, elaboraba creaciones a partir de euskal txerri que luego brindaba a sus clientes del valle de Larraun. Además, montó un pequeño armario dentro del bar para vender estos productos.
Pronto consiguió su primer cliente importante. Se trataba del Arroka Berri, en Hondarribia. El restaurante, “de un tique medio de 50 o 60 euros”, apostó por descartar los ibéricos e introducir el jamón de euskal txerri en su carta. “Eso nos dio fortaleza y seguridad. Nos hizo creer que, si producíamos más, conseguiríamos colocarnos en este segmento de restauración y a un precio correcto”, relata Jauregui.
Ese primer hito le llevó a dar un salto definitivo: vender el bar de sus padres para dedicarse “en exclusiva” a la cría, conservación, elaboración y comercialización de productos derivados del cerdo nabar beltza. “Al principio -reconoce-, pensamos en llevar las dos cosas, pero luego nos dimos cuenta de que era imposible”. Habla en plural porque en esta empresa siempre ha estado acompañado por su mujer, Amaia Chasco.
«En este sector, muchos están a la espera de subvenciones y eso es un error»
Jauregui había encontrado un espacio en el que proyectar esas ilusiones en la calle Aralar de la localidad navarra. Pero antes de instalarse allí y asumir una cuantiosa inversión, todavía debía sortear algunos obstáculos. “Teníamos que asegurarnos de que nuestros cerdos fuesen competitivos en el mercado. Para el ibérico, al igual que para el cerdo blanco, hay lonja semanal establecida por Mercolleida o Mercazaragoza, donde te dicen cuánto vale el producto. Nosotros estábamos en el limbo y teníamos que dar un precio al pío negro”, apunta.
Han pasado catorce años desde entonces. Bajo el nombre de Maskarada, Jauregui y Chasco agruparon en una misma instalación una fábrica, tienda y un lugar en el que “la gente entra, degusta el producto y se hace cliente”. El proceso de fidelización empieza por la boca, eso está claro. “Todo esto lo hemos conseguido con una comunicación antigua, que ya casi nadie hace. Nosotros no tenemos comercial y nuestro restaurante no es un negocio al uso, sino el marketing de nuestra marca”, resalta el fundador de la firma.
Junto al matrimonio trabaja un equipo de nueve personas. En su conjunto, la plantilla se encarga de cocinar, atender a los clientes, cuidar a los cerdos y elaborar embutidos y curados en la planta superior del establecimiento, donde se ubica la fábrica. Todo ese proceso -salvo el sacrificio de los animales y la curación de las paletas y jamones, que se realiza en Guijuelo (Salamanca)- forma parte de una apuesta integral y local que llevó a Maskarada a recibir el VII Premio Alimenta Navarra en la categoría de Sostenibilidad. Menos de veinticuatro horas después de recoger este galardón, impulsado por Navarra Capital y NAGRIFOOD, el restaurante de la firma obtuvo una Estrella Verde Michelin, así como el sello Bib Gourmand.
“Al principio yo era quien cuidaba a los cerdos. También he cocinado… En realidad, he tocado todos los palos. Como nuestro crecimiento ha sido tan despacio en el tiempo, hemos podido aprender sobre genética, cría de cerdos, fabricación de embutidos, de ventas y un poquito de marketing. La gente se cree que hemos nacido hoy, pero no. Hay mucho trabajo y tiempo detrás”, argumenta Jauregui.
UN NEGOCIO «COMPLICADO»
¿Los comienzos fueron duros? “Vamos -ríe-, todavía estamos allí. Nuestro negocio es muy complicado porque desde que nace un cerdo hasta que vemos el jamón pasa mucho tiempo. Los cerdos de estas paletas -plantea señalando las paredes del local- nacieron hace tres años y todavía están sin cobrar. O sea, que el gasto ya lo has producido, pero el ingreso todavía no. Financieramente es muy duro”.
De “mucha grasa y lomo pequeño”, el euskal txerri es un cerdo “con fortalezas y debilidades”. “Si ahora -plantea Jauregui- decidiera que no quiero seguir, nadie compraría estos animales, salvo quizá algún caprichoso que sienta predilección por esta raza, tenga una casa rural o quiera sacrificar y cocinar el cerdo en su domicilio”. Afortunadamente, son cada vez más quienes se fijan en las cualidades del pío negro. En la actualidad, Maskarada trabaja con 170 clientes. Entre ellos figuran diez restaurantes con estrella Michelin -como Rodero, El Molino de Urdániz y Mugaritz-, los hermanos Roca y Karlos Arguiñano.
Otro pilar fundamental en la estrategia de la compañía es Francia, que representa “el 30 o el 35 %” del mercado de Maskarada. En la nación gala “se aprecian mucho más estos productos porque los artesanos están muy valorados”. El proyecto de Jauregui también ha llamado la atención de coreanos y japoneses, a quienes “les interesan bastante los cerdos grasos”. Creemos que quizá ha llegado el momento de preguntar al protagonista de esta historia qué se siente al contar con tal selectiva clientela. “Es el sueño de un productor -reconoce sin tapujos-. Tenemos a los buenos . ¡Ahora me wasapeo con un montón de esa gente!”.
No sabemos si hace veinte años Jauregui imaginaba conseguir todo lo que ha cosechado. Con naturalidad nos contesta que sí. “Para hacer esto hay que tener mucha, mucha ilusión y objetivos altos. Yo sí que me lo imaginaba, pero claro, una cosa es pensarlo y otra hacerlo. Ahora la sociedad no funciona así. Nosotros somos los últimos mohicanos -bromea-. Ese espíritu emprendedor ya no existe”.
Sin exabruptos ni afán de vanagloriarse, el fundador de Maskarada vincula el camino recorrido a un afán por buscar la autenticidad y por mantenerse fiel a ella. “Tengo tres hijos que saben que sus padres han peleado. A ellos les digo que, aunque en este sector muchos estén a la espera de subvenciones, eso es un error porque luego te meten en su camino. Nosotros nos hemos propuesto llegar a un objetivo con honestidad. Esa es la explicación de todo. No nos hemos salido ni una coma de nuestra idea original”, defiende.
Su alusión a la paternidad nos hace recordar ese homenaje que Jauregui rinde todos los días a quienes le precedieron. Sobre la pared más ancha del local que nos recibe, justo al lado de una veintena de paletas y detrás de un grupo de franceses que beben vino y ríen sin parar, reposa Mascarada Sulentina. El óleo del pamplonés Emilio Sánchez Cayuela, que otrora formó parte de la decoración del bar Ainhoa, da nombre a esta aventura que comenzó hace más de veinte años.