En lo que llevamos de siglo, las librerías no salen de una crisis y se meten en otra. La primera fue consecuencia del decreto aprobado por el Gobierno de José María Aznar, que liberalizó el precio de los libros de texto. Empezaron a venderlos hasta en los hipermercados a unos precios con los que no podían competir las pequeñas librerías de barrio, para las que los libros escolares eran la principal fuente de ingresos, y la consecuencia fue el cierre de muchas de ellas.
Las que sobrevivieron llegaron como pudieron hasta finales de la primera década, cuando cayó sobre ellas la crisis económica. Los libros pasaron a ser un lujo en barrios diezmados por el paro y la precariedad, las prioridades iban por otro lado. La mayoría bajó la persiana, ni siquiera establecimientos emblemáticos como El Parnasillo o Auzolan aguantaron el envite. La mejora de la situación hizo que algunos se animaran a abrir librerías a partir de 2014.
Tenían nuevos competidores, como las tiendas digitales con Amazon a la cabeza, además de la accesibilidad a textos pirateados disponibles en internet y una ilimitada oferta de ocio online, por la que optan sobre todo las generaciones más jóvenes en detrimento de la lectura. Solo resistieron libreros muy vocacionales, con modestas tiendas que se las ingeniaron para atraer clientes, por ejemplo, ofreciéndoles la posibilidad de tomar un café o un vino mientras ojeaban los volúmenes expuestos. Mientras seguían cayendo históricos establecimientos, en 2017 lo hacía la Librería Gómez, justo cuando cumplía 75 años.
CERRADO Y ABIERTO
Y ahora llega el cierre obligado por la pandemia del coronavirus, que aún les está ahogando más. “Aunque no somos los que peor lo tenemos. Generalmente no contamos con empleados y no se trata de un producto perecedero. El día que nos lo autoricen, podremos volver a vender todo lo que tenemos en las estanterías, aunque mientras estamos cerrados no tenemos ingresos y se mantienen los gastos de alquiler del local. A ver en qué queda lo de las cuotas de autónomos y las ayudas prometidas… Pero vaya, un conocido tiene una floristería y no sé qué va a hacer con las plantas”, reflexiona el propietario de una “minúscula” librería del segundo ensanche, pamplonés que opta por quedar en el anonimato.
Mientras llega el ansiado día de la reapertura, se pone al día de las novedades, lee críticas y ordena documentos y facturas: “En cierto modo, sigo trabajando”.
En esta ocasión, las circunstancias favorecen a las librerías-papelerías de barrio porque bastantes de ellas venden periódicos y revistas y la prensa está considerada producto esencial, lo que les permite seguir con sus establecimientos abiertos al público.
Es el caso de la librería y papelería Nerea, en la calle de Esquíroz de Pamplona. Su propietaria, Nerea Reta, relata que cuando comenzó a barruntarse el confinamiento, las ventas de libros aumentaron. Pero fue un fenómeno que no se prolongó en el tiempo. “Después han ido bajando. Este es un barrio con bastante gente mayor y apenas sale de casa. Ahora me compran muy pocos libros”.
Nerea Reta: “Iturrama es un barrio con bastante gente mayor y apenas sale de casa. Ahora me compran muy pocos libros”.
Como para desmentirle, entra en su local una mujer que puede rondar los 70 años y le pide ‘El señor de los anillos’. Nerea le explica que son tres tomos y la mujer, dudosa, se interesa entonces “por algún libro de la casa real”.
Al final se lleva el primer tomo de la trilogía y el único ejemplar disponible sobre los inquilinos de La Zarzuela vuelve a la estantería. “Sí hemos vendido algo más de material escolar como pinturas y cartulinas para los chavales que están en casa y tienen que seguir haciendo los deberes. También papel para impresora destinado a sus tareas escolares o para alguien que hace teletrabajo”, añade mientras entra otro cliente que, precisamente, desea folios para la impresora. Además, dice que le piden algunas más revistas de pasatiempos.
Nerea Reta abre el establecimiento solo por las mañanas, “en parte por solidaridad con los negocios que se han visto obligados a cerrar y también para evitar el riesgo de tantas horas de exposición al público, tanto por mí como por los clientes”. La imposibilidad de recurrir a los libros prestados por la red de bibliotecas públicas no parece haber tenido un efecto apreciable en las ventas.
CONCIENCIADO
Algo parecido sucede en otro establecimiento cercano, Don Policarpo, situado en la calle de Iturrama. En los buenos tiempos, contó con un segundo local en la avenida de Bayona, que fue uno de los que se llevó por delante el vendaval de la crisis económica. Es un establecimiento muy amplio, con un extenso surtido de periódicos, libros y gran variedad de revistas que estos días nadie parece querer, según su propietario, Francisco Ibáñez: “Es que hemos pasado a ser una tienda de barrio. Con el confinamiento nadie coge el coche para venir desde Barañáin o Burlada a por sus revistas”, como según él sucedía antes de esta crisis.
“Ahora vienen los que viven en esta manzana y tiene que ser así porque la gente debe ir al sitio que tiene más cerca”, comenta mientras mira con desánimo el local, habitualmente bullicioso, en el que solo hay un cliente que, para colmo, busca una revista que no ha llegado.
“Lo mantengo abierto no sé por qué, vendo muchos menos periódicos de lo normal y pasa igual con las revistas. Libros, nada. Me bastaría con esta parte de la tienda”, apostilla mirando hacia el limitado espacio que queda ante el mostrador. Abre solo por las mañanas y ha tenido que prescindir de sus dependientas
Francisco Ibáñez: “No sé por qué mantengo abierta la tienda. Vendo muchos menos periódicos de lo normal y pasa igual con las revistas. Libros, nada”.
Es también videoteca, pero estos días no alquila películas para sorpresa de quienes al principio acudían en busca de entretenimiento: “Podría alquilarlas, pero decidí no hacerlo desde el primer momento por responsabilidad. Si se la llevaban tenían que devolverla, ya eran dos desplazamientos. Y si no podían traerla porque tenían algún problema, ¿qué iba a hacer, cobrarles el recargo? No, es mejor así”, concluye Francisco Ibáñez, que habla tras las pantallas de plástico instaladas sobre el mostrador como medida de precaución sanitaria.
La cadena de librerías Elkar, que llegó a tener tres locales en Pamplona y ahora solo conserva uno en la calle de Comedias, está presente también en diversas localidades del País Vasco. Pero tuvo que cerrar el sábado 14 de marzo sus dieciocho establecimientos tras la declaración del estado de emergencia porque no venden prensa. Mantiene una tienda online que ha visto aumentar los pedidos, aunque no lo suficiente como para compensar, ni de lejos, la carencia de ingresos de los establecimientos físicos, pero los hará llegar a los domicilios de sus clientes a partir del 14 de abril. También tiene, ahora inactiva, una editorial, así como una distribuidora de libros que seguía trabajando. Pero el cierre de las librerías más importantes ha hecho caer la demanda y el pasado martes anunció que interrumpía la actividad de su almacén porque la mengua de los pedidos no compensaba mantenerla abierta.
Como consecuencia, Elkar ha optado por presentar un ERTE que alcanzará a más de un centenar de empleados. “Tenemos que velar por la salud de nuestros libreros y, además, estamos asistiendo a un parón cultural que nadie sabe cuánto va a durar”, explica Gexan Sors, director de comunicación del grupo, quien apunta que con el incierto panorama actual “es normal que la gente tenga pocas ganas de consumir”. No obstante, pide ayuda a la administración para un sector, el cultural, que precisa cuidados intensivos.
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