La ley concursal de 2003 puso fin a las viejas normas reguladoras de las suspensiones de pagos y quiebras. El legislador estableció una serie de medidas orientadas a la satisfacción de los acreedores a través del convenio, al que calificaba como la solución normal del concurso, convencido de que era esa la vía adecuada para la conservación de la actividad empresarial. Sin embargo, como tantas veces sucede, la realidad fue por otros derroteros. Quizás porque, poco después de entrar en vigor la nueva normativa, estalló la mayor crisis financiera de los últimos tiempos. El caso es que el convenio se convirtió en una quimera. Casi todas las empresas declaradas en concurso (más del 90 %) acababan siendo liquidadas.
En poco contribuyeron al propósito del legislador las múltiples intervenciones quirúrgicas de la ley concursal. Entre los años 2003 y 2020 se sucedió una decena de reformas legales, algunas de las cuales acentuaban el carácter privilegiado de determinados acreedores (por descontado, los públicos, como Hacienda o Seguridad Social, que para algo tenían a su disposición el boletín oficial). El principio de igualdad de condiciones entre acreedores en el pago de los créditos (la llamada par conditio creditorum) languideció, a pesar de ser un pilar fundamental del derecho de la insolvencia.
Salvo casos muy excepcionales, los acreedores aventajados por imperio de la ley se negaban sistemáticamente a apoyar las propuestas de convenio de las empresas concursadas, porque eso suponía renunciar a sus privilegios. En lugar de ello, optaban por esperarlas a la salida del juzgado para exigirles el pago de la totalidad de sus créditos, hubieran o no alcanzado un acuerdo con los demás acreedores. Sería interesante conocer el dato de cuántos convenios se frustraron por la voracidad recaudadora de las administraciones públicas, justificada en el interés general, concepto indeterminado donde los haya, condenando a no pocas empresas a su disolución.
Al final, pasó lo irremediable. Los Juzgados de lo Mercantil se convirtieron en enormes cementerios empresariales a los que las concursadas iban a morir ante la imposibilidad de sacar adelante convenios con los acreedores. El papel de sepultureros correspondió a los administradores concursales, quienes, certificada la defunción de la empresa, empezaban el proceso de desguace. Y lo hacían vendiendo una máquina por aquí o un vehículo por allá, tratando de obtener el mayor rédito posible con la venta de los activos para pagar a los acreedores, muchos de los cuales, como los ordinarios, podían sentirse afortunados si al final les llegaba alguna migaja.
“Es aconsejable que el potencial comprador analice con el mayor grado de detalle posible la situación del procedimiento concursal y la viabilidad de la unidad productiva con carácter previo a presentar una oferta con todos los sacramentos legales”
Este escenario, ciertamente penoso, experimentó un cambio notable tras la aprobación del texto refundido de 2020 y su posterior reforma de 2022, fruto de la transposición de una directiva europea. Tras asumir el papel residual del convenio, oficializado ya como una entelequia alejada en la práctica de la anhelada conservación del tejido empresarial y del empleo, el legislador opta por introducir mecanismos que faciliten la reestructuración de empresas viables en un estadio temprano de dificultades financieras, tratando de evitar la insolvencia o superándola, sin el estigma asociado al concurso. Por otro lado, y en lo que interesa destacar en estas líneas, se asienta la idea de que la continuidad de la actividad empresarial y la salvaguarda de los puestos de trabajo pasa ahora por favorecer la transmisión de las unidades productivas de las entidades concursadas (definidas como el conjunto de medios organizados para el ejercicio de una actividad económica esencial o accesoria).
La venta de las unidades productivas permite salvar los restos del naufragio empresarial. Los interesados pueden delimitar en sus ofertas el perímetro de lo que pretenden adquirir (trabajadores afectos, contratos en los que se subroga, instalaciones que asume, etcétera), sin endosárseles la responsabilidad por los pasivos o deudas, que quedan en la concursada, salvo los laborales y de seguridad social de los trabajadores adscritos al negocio. En las compraventas de compañías, a veces afloran contingencias no detectadas en el proceso de revisión. No debería pasar lo mismo tratándose de una transmisión bendecida por el Juez del concurso. No obstante, para evitar riesgos y sorpresas desagradables, es aconsejable que el potencial comprador analice con el mayor grado de detalle posible la situación del procedimiento concursal y la viabilidad de la unidad productiva con carácter previo a presentar una oferta con todos los sacramentos legales.
Es verdad que la regulación legal de la transmisión de la unidad productiva arroja algunos interrogantes que cada juez resuelve según su leal saber y entender. Pero más allá de ello, también es cierto que ha propiciado un atractivo marco de oportunidades para inversores interesados en la compra de negocios en funcionamiento con un mayor grado de seguridad jurídica de la que teníamos hasta ahora. Ojalá que los concursos de los que informan los medios navarros en los últimos días puedan transitar por esa senda.
Ignacio del Burgo
Socio en Del Burgo Rández Abogados