A lo largo de la entrevista, saca a relucir con frecuencia el estado de sus manos, que reposan en la mesa en torno a la que conversamos. “Están destrozadas de tanto embutir. En la izquierda tengo algunos tendones rotos”. Lo dice con naturalidad porque, entre otras cosas, bien sabe que es la consecuencia directa de décadas de trabajo sin descanso.
La de Mari Carmen Arbizu es una vida como las de antes: de sacrificio y entrega silenciosa, de muchos deberes y pocos derechos. Eso que hoy escandalizaría a más de uno para ella resultaba -y resulta- “de lo más normal”. Ahora, en retrospectiva, se siente una “privilegiada”. “Haber logrado todo esto a partir de lo que mis padres comenzaron, yo continué con mi marido y luego con mi hija me invita a sentir que esta es una empresa enorme”, apunta.
Naturalmente, queremos saber más sobre los inicios de Embutidos Arbizu. La hija de los fundadores -Pepe, quien venía de familia de carniceros, y Ramona- nos cuenta que todo comenzó a finales de los años cuarenta. Para entonces, el matrimonio se había propuesto un modesto objetivo: vender carne y hacer chistorra. “Luego se fueron a Pamplona y allí no les fue bien la cosa”, evoca Mari Carmen. “Unos dos años después”, la familia regresó a Arbizu y se instaló en una casa de alquiler, sin calefacción, donde la escarcha de la nieve se acumulaba en los cristales durante el invierno.
“Mis padres eran muy rigurosos. Si por la mañana no podía asistir al colegio por estar trabajando, a la tarde tenía que ir a clase particular”
Allí montaron otra carnicería, criaban cerdos y tenían una huerta. No pasó mucho tiempo hasta que nuestra entrevistada se incorporó a la empresa familiar. “Bueno, si a eso se le podía llamar empresa”, bromea.
Todavía recuerda cómo, a los doce años, recorría el pueblo con una cesta ofreciendo a los vecinos las “tripochas” que su madre cocinaba: “No había timbres. Llamabas a la puerta y te contestaban ‘Zu ez zara geuria’ (‘Tú no eres de las nuestras’). Entonces preguntabas si querían comprar y, cuando ya habías vendido todo, volvías a casa”.
Esa labor, que “en la actualidad sería impensable”, la compaginaba con otras tantas. “Había que matar ganado, limpiar callos y tripas, limpiar las cuadras de los cerdos…”. Y también estudiar, claro. “Mis padres eran muy rigurosos para eso. Si por la mañana perdía clase por estar trabajando, a la tarde tenía que ir a clase particular”, rememora. Le hubiera gustado ir a la universidad y estudiar Medicina, pero “no había un duro” en casa: “A mi hermano mayor lo mandaron a estudiar fuera. Para mí no había presupuesto. En aquella época, la prioridad eran los chicos. Encima, si no tenías posibilidades económicas, era muy difícil hacer el Bachiller porque significaba salir del pueblo”.
A los catorce años, cuando acabó la escuela, fue a parar al colegio de monjas de Extarri Aranatz, donde hizo cursos de contabilidad y francés. Dos años más tarde, se metió de lleno en el negocio familiar. “Era un trabajo duro porque se hacía todo a mano, no había máquinas como las de ahora”, evoca. Las circunstancias en las que creció, sin embargo, no le impiden recordar su infancia con cariño.
“Hambre no pasamos. Había carnicería en casa, aunque tampoco te creas que comíamos solomillo de ternera. Nuestros primos nos daban la ropa que se les iba quedando pequeña. No había juguetes. En Navidad, los Reyes si acaso te dejaban un pijama y una culebra de mazapán. Eso ya era un lujo. Y vivíamos así, nada traumatizados”. De su padre, por ejemplo, le viene la afición a la lectura. “En casa no había muchos libros, pero él solía traernos algunos. También nos llevaba al cine. Teníamos tantas ansias de aprender… Nos proponíamos averiguar qué significaban tales palabras, ver películas rarísimas que ni entendías pero aun así ibas a verlas…”, suspira.
Pepe Arbizu iba desde el pueblo a Lacunza en bicicleta para comprar ganado. Más tarde, según recuerda su hija, se compró una moto y posteriormente trajo su primera furgoneta a casa: “Era más vieja que la Biblia. La primera vez que arrancó salieron ratas del motor. Como algún cristal estaba roto, lo cubrimos con plástico. Además, en la cabina tenía un agujero que tapamos con una tabla y una alfombra vieja. Aquello nos parecía un Rolls Royce”.
Al cumplir la mayoría de edad, los progenitores de la protagonista de esta historia construyeron una casa de dos pisos. En la planta baja instalaron una pequeña fábrica y, en la de arriba, un secadero de chistorras. Un par de años después, Mari Carmen conoció a Patxi Goikoetxea, remontista natural de Olazagutía. A los 25 años se casó con él, que se incorporó a la pequeña empresa.
“No puedes pensar que, si has hecho mil euros en caja, esos mil serán para ti. A lo mejor de esos mil te quedan cincuenta”
Juntos construyeron una nueva sede. “Mi padre ya estaba mal. A los 52 años se puso enfermo, con alzhéimer presenil, y murió muy joven”, lamenta. Mari Carmen es incapaz de entender cómo pudo salir airosa de aquella etapa, pero lo logró. “Nos habían dado un crédito al 23 %, que ahora sería inviable. Estábamos metidos de cabeza y seguimos adelante. Patxi es muy buen vendedor y empezamos a ampliar los clientes, a mandar a más sitios”. Para entonces Ainara, la única hija de la pareja, comenzaba a crecer.
“Cuando terminó la universidad le dije: ‘Chica, ahora vete por el mundo, conoce’. Me contestó que no, que quería seguir en casa, trabajando en la empresa”. Junto a ella dieron un “salto mortal, sin red”. Decidieron construir otra sede para hacer frente al crecimiento que estaban experimentando. “Con la mala suerte”, eso sí, de que llegó la crisis de 2008. “¿Qué hacíamos? Teníamos toda la estructura levantada de la fábrica. En un principio, los bancos nos daban un crédito a veinte años. Eso nos daba un colchón bueno. Luego nos dijeron: ‘Si queréis, un crédito a diez años y, si no, no hay nada’”, rememora.
LA CRISIS DE 2008
Fue Ainara quien los animó a seguir adelante. “Para eso es más valiente. Me decía: ‘Ama, si hace falta dormimos debajo del puente’. Bueno, sobrevivimos. Y la verdad es que se trabajó mucho”. Entonces se sumó al equipo Joseba, el marido de Ainara. Ambos son padres de Bidane y Eneko. El más pequeño de la familia está presente durante la entrevista. Es jueves por la mañana y debería estar en el colegio junto a su hermana, pero dice que le duele la tripa. Aunque ni su madre ni su ‘amiña’ parecen demasiado convencidas cuando le ven jugar con los remontes de su abuelo o con los vasos de mate de su bisabuelo Pepe, nacido en Argentina.
Muchas veces ha escuchado Mari Carmen aquello de que “lo que hacen los padres continúan los hijos y lo deshacen los nietos”. Está convencida, no obstante, de que su familia forma parte de la excepción a la regla. “De momento, mi hija, que es nieta de los fundadores, sigue. Y lo hace muy bien, además, porque desde que llegó la empresa ha crecido mucho, se ha expandido al extranjero”, constata. En la actualidad, Embutidos Arbizu tiene clientes en Reino Unido, Francia, Noruega, Suiza, Filipinas y distintos países de Sudamérica.
Tampoco se queda corta en halagos cuando habla de su yerno. “Joseba viene todos los días a la fábrica a las 4:30 de la mañana. Y cuando tenemos mucho trabajo, son las 22:00 de la noche y sigue aquí”, reconoce. Es un trajín al que ella ya está acostumbrada. “En mi generación, a quienes éramos de familias con pocas posibilidades esa fue la carrera que nos dieron. Nos enseñaron a trabajar, a disfrutar del trabajo y a saber que con el trabajo podías conseguir muchas cosas. Por eso no te parecía un sacrificio trabajar diez, doce, trece o catorce horas al día”, remarca.
Durante mucho tiempo, Mari Carmen no conoció ni las vacaciones ni los fines de semana. Los sábados y domingos, cuando su madre ya había enfermado y ella llevaba tiempo al frente de la empresa, se dedicaba a hacer toda la trazabilidad de la semana. Y cuando consiguieron contratar a trabajadores que asumieran esa labor, nuestra entrevistada aprovechaba entonces para terminar la limpieza de la fábrica y poner lavadoras. “Eran montones y montones de ropa -relata-. Muchos pensarían que yo venía aquí con zapato de tacón, me metía en la oficina y estaba de señorita, pero no”.
“A quienes éramos de familias con pocas posibilidades esa fue la carrera que nos dieron: nos enseñaron a trabajar”
Por eso se reía -y se ríe- cuando se refieren a ella como empresaria. “Sí, empresaria con katiuskas. Siempre he llevado uniforme blanco y botas”, insiste. Abandonó esa vestimenta de manera definitiva hace relativamente poco y a regañadientes. Un carcinoma, una peritonitis, dos intervenciones quirúrgicas y las constantes insistencias de sus médicos le obligaron a “bajar el ritmo”. Hace un par de años colgó la bata y ha asumido a partir de entonces labores de gerencia dentro de la empresa.
Toda esa experiencia que atesora a sus espaldas la hicieron merecedora del VII Premio Alimenta Navarra en la categoría de Trayectoria Profesional y Desarrollo Personal. “Cuando me dieron el premio quise mandar un mensaje a la juventud. Montar un negocio o una pequeña empresa es muy sacrificado, pero muy gratificante. Es una satisfacción que te llena de orgullo. Ahora, hay que sacrificarse mucho y pagar los créditos. No puedes pensar que, si has hecho mil euros en caja, esos mil serán para ti. A lo mejor de esos mil te quedan cincuenta”, subraya.
Imaginamos que, tras décadas picando carne y cuidando de los suyos, a Mari Carmen quizá le apetezca dar un paso atrás y dedicarse a disfrutar de todo lo que ha construido. A ella, sin embargo, nunca se le ha pasado por la cabeza jubilarse: “Yo no desconecto. Cuando naces así, mueres así”.