La existencia de cocineros muy mediáticos nos lleva a pensar que todos lo son cuando alcanzan un nivel alto. Pero no es el caso de Rubén González. “No me siento cómodo exponiéndome ante la gente, pero es que tampoco creo ser una persona importante ni que lo sea el trabajo que hago“. Apuntamos que tal vez tenga algo que ver el carácter reservado de los navarros porque, en general, nuestros más destacados chefs –Koldo Rodero, David Yárnoz o Pedro Larumbe, por citar algunos ejemplos- también son discretos. Un argumento que no le convence: “Hombre, son referentes, todo el mundo los conoce dentro y fuera del sector. Han hecho mucho por sus restaurantes y por Navarra. Lo que hemos aportado a la gastronomía es ridículo si miras lo que han hecho ellos”. Ya, pero no han recurrido a las redes sociales para darse a conocer, ni han presentado programas o participado en concursos televisivos, insistimos. Y, aunque opina que es muy legítimo usar las redes sociales, parece alineado con las principales figuras de la Comunidad foral en este sentido: “No nos gusta la exposición pública ni a mis socios, Patricia y Jon, ni a mí”.
Rubén, quien prefiere que lo presentemos como cocinero antes que chef o restaurador, se muestra condescendiente con quienes en este sentido no opinan como ellos. “Juegan un papel importante para el modelo de negocio, han cambiado las reglas de juego en materia de marketing“. Pero, al mismo tiempo, les reprocha que estén acabando con uno de los grandes atractivos de la restauración: el factor sorpresa. Cree que antes, si querías saber lo que hacían en un restaurante, “o ibas tú o lo hacía tu amigo, sacaba fotos y te las daba para que vieras los platos y el local”. “El factor sorpresa ha perdido valor porque ahora vas sabiendo qué vas a comer, cómo es el espacio, tienes todo en las redes sociales”. Lamenta que algo parecido esté ocurriendo en cualquier ámbito. “En los años 90, el Circo del Sol era una cosa mágica. Pero ahora, con la velocidad a la que circula la información, es difícil que te pueda sorprender el espectáculo”.
“Una espuma en sifón se inventó cuando empezaban a aparecer los móviles, hace ya veintidós años, y a eso se le sigue llamando vanguardia”.
De la mano de esos cocineros estrella, la gastronomía ha entrado en campos que quizás le son algo ajenos. O tal vez es que gracias a ellos ha llegado a espacios donde debía estar. Exponemos nuestras contradictorias reflexiones en voz alta para que nos oriente Rubén González, que parece decantarse por la segunda opción. “Hace unos cuarenta años, nadie hablaba de España gastronómicamente hablando”. Pero entonces surgió “un pequeño restaurante, que cambió las reglas del juego con propuestas revolucionarias seguidas por muchos y generó un boom“. Así España se situó “en lo alto de la gastronomía de vanguardia a nivel mundial, se le empezó a mirar y eso es positivo en todos los aspectos, económico, social, cultural…”. Se refiere, claro, a El Bulli de Ferrán Adriá. “Pero cerró en 2010. Una espuma en sifón se inventó cuando empezaban a aparecer los móviles, hace ya veintidós años, y a eso se le sigue llamando vanguardia. Hoy solo son dos, en todo el mundo, los restaurantes que abren nuevos caminos, ni uno más”.
Entonces, ¿cuál es la tendencia actual? Rubén se mueve en su silla y cambia dos o tres veces de postura mientras perfila la idea que quiere exponer. “Hace cinco años, algo más, se produjo una vuelta a los orígenes, a propuestas más simples con productos de altísima calidad. Ir a la esencia: la chuleta aquí, la trufa allá… Hay grandísimos ejemplos: Etxebarri, Elcano, Estimar, Los Marinos de José o Casa Julián, lo que se llamó templo del producto. Pero en este tiempo las cosas caducan muy rápido y esa propuesta, en la que creo y que además me encanta, ya ha pasado. Ahora la tendencia es otra: pago por comer en un restaurante en el que quiero pasármelo bien, disfrutar. Por eso se están abriendo locales pensados en la diversión de un cliente que valora tanto la comida como el espacio, si tiene otros atractivos. Y se tiene muy presente su libertad“.
Nos hemos perdido, así que le pedimos que nos diga en qué se traduce eso. “En un restaurante de un tique medio-elevado, era el cocinero quien decidía lo que comías porque ibas a su local a vivir una experiencia, te sacaba su menú degustación. Ahora la tendencia es que el cliente elige lo que va a comer, no quiere vivir una experiencia sino divertirse, hablar con la gente del local, estar a gusto e irse cuando le apetezca. Ya solo los que somos muy foodies o nos gusta mucho la gastronomía estamos dispuestos a pegarnos cuatro horas y media en una mesa y a pagar los 400 euros que puede costar comer en un tres estrellas Michelin”. Esa es la razón por la que ahora, en Madrid y Barcelona, surgen restaurantes “muy grandes, donde se priman el espacio, el servicio y la libertad del comensal“.
“Antes era el cocinero el que decidía lo que comías. Ahora la tendencia es que lo elija el cliente”.
Lo dice alguien que ha trabajado junto a los mejores. Lo hizo durante ocho años con Albert Adriá, jefe de repostería de El Bulli. “Continúo con él, es nuestro mentor profesional y compartimos visión sobre la gastronomía”. Su relación es muy estrecha y, por eso, ha trabajado en la reapertura de un restaurante de Albert en Barcelona, Enigma, que cerró durante la pandemia y se inauguró hace diez días “con un concepto completamente nuevo”. “Estoy ayudándole a abrirlo. Seguiré colaborando, pero la propiedad es suya. Hamabi es el mío, pero le echo una mano. Sigo aprendiendo muchas cosas de Albert”, añade.
Eso nos da la oportunidad de preguntarle por su formación y así enlazar con su biografía. Nació en Pamplona, aunque la mayor parte de su infancia y hasta los 13 años vivió en Barakaldo. “Volví aquí, dejé de estudiar porque no me gustaba e hice un programa de iniciación profesional de cocina en Olaz Chipi. ¿Por qué de cocina? Cuando me preguntaban qué iba a ser de mayor, nunca decía que cocinero. Pero de lo que había por ahí, era lo que más me podía encajar. Es cierto que mi padre es un grandísimo cocinero y a mí siempre me ha gustado comer. Después hice el grado medio de cocina en el Instituto Ibaialde, en Burlada, y cuando terminé pasé al Alhambra para hacer las prácticas. Ahí es donde empecé a ver que me gustaba la cocina, que se me podía dar bien, pero no estaba enamorado de los fogones ni muchísimo menos“.
Coincidiendo con su estancia en el Alhambra vio en TVE 1 un documental sobre El Bulli, titulado ‘Historia de un sueño’. Le impactó tanto que decidió que su futuro iba a estar ligado a la gastronomía. Consiguió una estancia en L’Abac, un dos estrellas Michelin de Barcelona dirigido por Xabier Pellicer. “Me fui con 18 años a trabajar gratis y me gustó mucho. Volví a Pamplona, estuve en el Ábaco y me marché a Costa Rica con 19 o 20 años como jefe de cocina del Hotel Finisterre, en un pueblo que se llama Playa Hermosa. Un auténtico desastre“.
Lo dice de tal forma que no podemos evitar una carcajada, y Rubén, mientras esboza una media sonrisa, prosigue con su relato. “Quien piense que con 19 años puede gestionar una cocina, por muy pequeña que sea, está completamente equivocado ¡salvo que seas Ferrán Adriá, Dabiz Muñoz o René Redzepi! Fue un desastre estrepitoso, que me sirvió para saber que aún tenía mucho que aprender si quería dedicarme a lo que yo entendía que era la alta cocina”.
“Abrimos Hamabi con la intención de aportar algo a la gastronomía en Pamplona”.
Regresó y encontró trabajo en Tickets, un local ya desaparecido que abrió Albert Adriá justo después de cerrarse El Bulli. “Estaba en esa línea de buscar la diversión del cliente, platos de alta gastronomía en un ambiente relajado y a un precio de 60 o 70 euros. Se convirtió en un fenómeno mundial, a los diez años era el número 22 del mundo”. Ahí comenzó su relación con Albert Adriá, que tras un par de años le contrató para el equipo de confianza que gestiona todos sus proyectos. “Nos llama sus lobos“.
Fueron ocho años muy intensos, “con muchas experiencias, viajes y aventuras” y en los que aprendió “muchísimo”. Y en otro de sus locales, elBarri, conoció a los que hoy son sus socios en Hamabi: Patricia Lugo, mexicana y que además es su pareja, y el pamplonés Jon Urrutikoetxea. Rubén se ocupaba de la parte creativa, Jon lo hacía de la ejecutiva y Patricia lideraba el departamento encargado del control de alimentos y bebidas en los restaurantes del grupo elBarri.
Los tres se lanzaron a la aventura de abrir su propio restaurante. “Sentíamos la necesidad de poder tomar la última decisión, aunque seas el CEO de una empresa es muy diferente a ser el empresario. Y abrimos Hamabi, de la mano de Zentral y en el Mercado de Santo Domingo, con la intención de aportar algo a la gastronomía en Pamplona”.
Eligieron un momento difícil. La inauguración estaba prevista para abril de 2020, pero la pandemia obligó a retrasarla a septiembre y, por la misma razón, han tenido que cerrar en cinco ocasiones, además de trabajar con aforos restringidos. Pudo ser una catástrofe, pero no desanimaron. Su buen trabajo ya ha merecido un Sol de la Guía Repsol. Nos dice que los premios vienen muy bien, pero que lo importante, y lo difícil, es dar con tu propio modelo de negocio. “No hay camareros, en España y en otros países; el producto ha subido un 30 %; y la electricidad y el gas… Los trabajadores tienen que trabajar ocho horas y estar bien pagados, pero el cliente quiere pagar lo mismo. ¿Cómo sostienes así el modelo de negocio de la gastronomía de calidad? Y no estoy hablando de la alta. Un restaurante que vaya buscando las tres estrellas Michelin debe saber que hoy no le resultarán rentables como antes, cuando la economía hinchaba la burbuja”. Niega con la cabeza y exclama: “Hay que ajustar todo esto”.
De algunos de nuestros comentarios parece deducir que desconocemos su restaurante porque hace un paréntesis y nos expone ““el concepto de Hamabi, para que nos entendamos”. Parte de la idea de la comida de familia, que es como se denomina en los restaurantes de elBarri a la que se sirve a diario al personal. “Es a base de producto de temporada y se le da mucha importancia, es una cuestión de actitud: no podemos dar de comer bien al cliente si nosotros no comemos bien”.
Cuando dispusieron del local en el Mercado de Santo Domingo, lo adaptaron a esa idea. “Por eso veis aquí fotos como las que tenéis en vuestras casas, de nuestra familia. Esa niña que está ahí cogiendo un bogavante es una camarera, esta es otra, aquí estamos nosotros… Y los platos que usamos los hemos ido comprando por mercadillos de España y Francia. Hay de la Cartuja de Sevilla, cada uno es diferente. Todo gira en torno a una comida que se parece a la que puedes tener en tu casa o en la sociedad, porque la sensación cuando comes en familia o con los amigos es muy diferente a la de hacerlo en un restaurante. Disfrutas más y queríamos transmitir eso al cliente”.
“Un restaurante que vaya buscando las tres estrellas Michelin debe saber que hoy no le resultarán rentables como antes”.
El menú no solo incluye el producto navarro de temporada y de la huerta, prima el objetivo de que el plato “esté muy rico y que respire hogar”. A eso se dedica el equipo de Hamabi, que incluye entre diez y trece personas, dependiendo del trabajo. “Es lo fundamental. Siempre digo que el más importante de un restaurante es el picas, el que friega. De verdad. Falto yo y no pasa nada, falta la jefa de sala o un cocinero y no pasa nada. Falta el picas y todo el sistema del restaurante se te va al garete”, asegura.
Aún seguimos un rato dando vueltas a las tendencias gastronómicas y los cambios en los hábitos de los consumidores. Y, al preguntarle en qué se va a traducir todo eso en los restaurantes del futuro, reconoce con franqueza que no lo sabe con certeza. Opina que, en general, “la gente come bien en casa”. Por cierto, ¿cuál es el plato favorito de Rubén González? “Me gusta mucho el arroz a la cubana. Bueno, me gusta todo, no tengo manías”. ¿Y cuál evita comer? “Puesss… eso, no tengo manías. Hombre, una mala pizza, una mala paella… lo que está mal preparado. Pero disfruto con todo lo demás”.