Tenía 22 años y ganas de ser la dueña de su propio destino. Por eso, en 2002 Venus Campos abandonó la comodidad de su hogar en La Victoria (Estado Aragua, Venezuela) y su puesto de administrativa en el negocio de su padre, hizo sus maletas y aterrizó en San Sebastián (Guipúzcoa), donde comenzó trabajar como interna cuidando a los niños de una familia pamplonesa que veraneaba en la zona. A los seis meses, su entonces novio -que hasta ese momento “mantenía la esperanza de que la cosa saliera mal” y de que Campos regresara a su tierra- se reencontró con ella en Europa.
Después vendría la boda, el piso en Tolosa, un cursillo de pescadería en el Instituto Nacional de Empleo -actual Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE)-, el nacimiento de sus dos hijos y un trabajo en uno de los supermercados BM de la localidad guipuzcoana, donde permaneció una década. Campos y su marido se habían adaptado “bastante bien” y todo parecía seguir su curso, pero en 2013 la pareja se embarcó en una odisea que alborotaría sus expectativas de futuro y que, de manera indirecta, les llevaría posteriormente a asentarse en la Comunidad foral.
Mientras sus paisanos escapaban de la hiperinflación, la delincuencia y la escasez de alimentos y medicinas, ellos apostaron por retornar a una Venezuela que ya estaba sumida en la peor crisis económica de su historia. Fueron dos años “intensos” de los que Campos no se arrepiente, porque le permitieron reconectar con sus familiares. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que el país sudamericano no le ofrecería a sus hijos las oportunidades que deseaba para ellos. “El sueldo de mi cuñada apenas alcanzaba para pagar los estudios de sus tres niños y yo sabía que eso no podía ser posible, que teníamos que volver a un lugar en el que se valorara el derecho a estudiar durante la infancia. No nos podíamos echar para atrás”, confiesa.
“Nos quedamos en Venezuela durante dos años, pero me di cuenta de que teníamos que volver a un lugar en el que se valorara el derecho a estudiar durante la infancia”.
Empacó de nuevo su vida entera, deseosa de volver al País Vasco. “No encontrábamos opciones”, recuerda. Se empeñó entonces en mudarse “allá donde surgiera una oportunidad” y terminó viviendo a 19,2 kilómetros del destino que inicialmente había escogido, en un pueblo de 370 habitantes. ¿Cómo acabó en Betelu? “Mi marido, que ahora trabaja como instalador de fibra óptica, conocía a un excompañero de trabajo que vivía aquí”, explica. Se instaló en un piso, matriculó a sus hijos en el colegio y retomó su empleo como pescatera, esta vez en un establecimiento del Grupo Eroski en Tolosa. Durante tres años, de lunes a viernes, salía de casa a las 5.30 y atravesaba la curveada carretera vieja de San Sebastián para llegar puntualmente a su trabajo. “Era un poco rudo, sobre todo cuando los niños estaban pequeños, pero pasa el tiempo, los hijos crecen y nos vamos reorganizando… No me puedo quejar”, admite. Tres años más tarde le llegaría una oportunidad para conciliar su vida laboral con el cuidado de su familia.
En 2018, tras recibir asesoramiento por parte de la Asociación Cederna Garalur, ganó la licitación del Ayuntamiento para limpiar los edificios públicos de Betelu y se hizo autónoma. Desde entonces, su jornada laboral comienza a las 8:00, cuando da una “primera vuelta” a la escuela, al frontón, al parque infantil, al Consistorio y a un edificio multiusos en el que se atienden consultas médicas y se imparten clases de música.
A las 11:30, cumpliendo con el protocolo antiCovid-19 implantado en el pueblo el año pasado, vuelve a desinfectar estos espacios y aprovecha para saludar a los alumnos más pequeños del centro: “Siento que esos niños son míos también, ¿sabes? Cuando me ven, dicen ‘egun on, Venus!'”. Finalmente, una vez los niños beteluarras abandonan las aulas, regresa al colegio Araxes a las 16:00 para limpiar en profundidad los espacios. Una tarea que le toma “entre tres y cuatro horas” y para la que contrató a una persona que la asistiera porque no da abasto con tanto trabajo. Entre estas franjas horarias, y con una agenda “fríamente calculada”, aprovecha para volver a su casa a pie para cocinar, poner lavadoras, limpiar el piso…
“Mientras tengamos salud, fuerza y nos den trabajo, es el momento de aprovechar, de darle un poco de caña”.
Tampoco dice que no a encargos extra que le surgen de vez en cuando. Así, lleva tres Navidades consecutivas desplazándose a Tolosa para trabajar como pescatera en el mismo supermercado Eroski donde antes realizaba una jornada completa. “Aprendí ese oficio y me gustó el rollo”, relata. Durante este pasado verano “muy bueno”, que devolvió la alegría al sector hostelero, limpió algunas casas rurales de la zona. “Se lo digo a mis hijos… Mientras tengamos salud, fuerza y nos den trabajo, es el momento de aprovechar, de darle un poco de caña”, insiste. Campos, que durante toda la entrevista con Navarra Capital mantiene un tono alegre y sosegado, no puede evitar emocionarse y soltar una lágrima al recordar cómo los habitantes de Betelu “dieron el 100 %” para facilitar la integración de sus críos cuando llegaron al pueblo en 2015. Menciona, en concreto, a una profesora jubilada que ayudó con el euskera a Elena, su primogénita, cuando comenzó sexto de Primaria: “Para mí, esa mujer ha sido la luz del mundo. Que mis hijos estén bien es lo primero, eso va marcando todo”.
Este mes se cumplen seis años desde que Campos llegara a ese “pueblito con mucha vida” que la recibió de manera “fenomenal” y que hoy siente como suyo. Así lo admite cuando señala orgullosa a Betelu en el mapa que descansa sobre la fachada del Ayuntamiento. “¿Y dónde está Venezuela?”, bromea la fotógrafa de este medio. Sin perder la sonrisa, la protagonista de esta historia se lleva una mano al lado izquierdo del pecho. “Aquí”, responde.