Las obras de Fernando Botero se reconocen al instante. Sus figuras muestran un carácter monumental, acentuado por una sutil manipulación de la perspectiva y el espacio. El colombiano entró en la historia del arte gracias a un estilo conocido como “boterismo”, que solo se debe a su firma. En 1956, perfeccionó su voz creativa mientras vivía en México.
Estando en ese país, al dibujar una mandolina, exageró la proporción entre la pequeña abertura y el tamaño del cuerpo del instrumento. Así dio con una de las claves distintivas de su obra: el volumen. Y en este sentido, pese a los adjetivos que se adjudican constantemente a su obra, el artista establece una puntualización. “Siempre he mantenido que mis modelos no son gordos. Lo que me interesa es la sensualidad de sus formas y la expresión del volumen”, explica.
Uno de los temas que siempre ha ocupado un lugar destacado en la pintura del artista nacido en Medellín es la imagen de la mujer, ya sea en escenas cotidianas como en la recreación de diferentes episodios mitológicos. Esta faceta queda ampliamente reflejada en Las mujeres de Botero, una edición limitada del sello editorial Artika que reúne una selección de dibujos con la figura de la mujer como protagonista. En palabras del propio Botero, el dibujo “es el alma de la obra, la identidad del artista, con él se dice todo”.
Los bocetos y dibujos del pintor cumplen la función de plasmar sus proyectos, pero también representan una forma de expresión autónoma. A esta categoría creativa pertenecen las obras reunidas en la pieza de colección, creada en colaboración con el maestro. Reconocido y presente en museos y colecciones de todo el mundo, para Botero, sin embargo, la mejor recompensa es la satisfacción que le produce ver plasmadas sus ideas sobre el lienzo. “Yo vivo para pintar”, asevera. El maestro celebró sus 90 años en su actual residencia, ubicada en la localidad de Pietrasanta, en Italia. Desde allí sigue trabajando en su arte y explorando nuevas vías de expresión en un momento de plenitud creativa. De hecho, la relación con el país viene de lejos.
En 1952, el pintor llegó a Madrid para estudiar en vivo las obras de maestros como Velázquez y Goya. Durante esa época pintaba, dibujaba e incluso vendía sus obras en los alrededores del Museo del Prado. Aquella fue una etapa decisiva en la formación del artista, que siempre se ha considerado a sí mismo como un autodidacta. Un año más tarde viajó a Florencia, donde analizó la técnica de la pintura al fresco de Giotto y, sobre todo, de Piero della Francesca. El joven Botero aprendió de este artista el uso del color para expresar la solidez de las formas. Sería este su primer paso hacia la originalidad.
A lo largo de su trayectoria, al pintor, dibujante y escultor colombiano le impactaron desde muralistas mexicanos como Diego Riviera hasta la pintura de Picasso, entre otras influencias. Con todo, siempre ha conservado una esencia que surge directamente de su tierra. “Uno debe de ser fiel a sus raíces; solo entonces puede llegar al corazón de todos los pueblos del mundo”, insiste. En efecto, la monumentalidad de sus personajes entronca con la solemnidad del arte prehispánico y también con el arte popular. Estas referencias a la tradición se complementan con un rasgo fundamental del maestro, que siempre ha mostrado una actitud rebelde: “Si no, uno es un seguidor, no un artista”.