Miguel Iriberri acumula tantos cargos profesionales, premios y reconocimientos que, en alguna ocasión, han comentado de él que era “el impresentable”. Así que decidimos comenzar la conversación contra otra broma, y le decimos que él lo ha tenido fácil para alcanzar esos logros porque es de Estella. Y ya se sabe que los de Estella son tan listos que ven el aire: “Efectivamente, también lo he dicho alguna vez”, afirma con otra carcajada, a la que nos sumamos al recordar el origen de ese dicho, el pendón dedicado al aire que sale en la procesión junto a los del fuego, la tierra y el agua.
El distendido inicio se va a prolongar a lo largo de toda la entrevista. Iriberri se muestra como una persona afable, natural, nada engreída. Sigue viviendo y trabajando en Estella, donde nació hace casi 64 años. Y, como él mismo enfatiza, “soy muy de Estella, muy de pueblo”. Allí estudió en el colegio del Puy, donde ha sido profesor durante cerca de cuarenta años. Desde muy joven tuvo claro que iba a ser ingeniero industrial y eso pasaba por hacer fuera la carrera, así que se marchó a la Universidad Politécnica de Madrid. Con el título bajo el brazo en 1981, volvió a su ciudad y, tras hacer la mili, se casó con su novia de toda la vida, de Estella por supuesto, y creó la empresa Contec Ingeniería-Arquitectura, que hoy sigue dirigiendo.
«En Madrid vivía en un colegio mayor y subía el motor de mi Vespa a la habitación para cambiarle el cigüeñal».
De su padre ha heredado su pasión por la técnica y la vocación empresarial, ya que tenía un concesionario y un taller de motos: “Eso hizo que no me gustara trabajar para otros. Mi idea de siempre era montar una empresa de proyectos”. Eso sí, quería que estuviera relacionada con la técnica porque «formaba parte de mi familia».
«Me decían que para eso tenía que ser ingeniero. Bueno, pues ingeniero, aunque ni sabía entonces qué era». En el taller, siendo un crío, ya le gustaba «enredar con los motores, desmontarlos…». Y ese hobby, poco a poco, se convirtió en una pasión. «Cuando estaba en Madrid vivía en un colegio mayor y subía el motor de mi Vespa a la habitación para cambiarle el cigüeñal, el pistón y toda la historia. Luego tuve un coche y también le arreglé la caja de cambios en el garaje del colegio”.
¿Y no sería conveniente desde el punto de vista profesional estar en Pamplona, más cerca de la Administración y quizás de los clientes? Iriberri mira un instante al techo, quizás porque ya se lo han preguntado muchas veces. “Es algo en lo que hemos pensado. Incluso hace cinco años montamos una oficina en Madrid, pero nos dimos cuenta de que no era nuestro mundo porque valoramos mucho la calidad de vida, lo del trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Además, había que hacer una apuesta muy potente de gente, de medios, y yo prefiero ser más conservador, viviendo más a gusto y tranquilo”, resalta. Tampoco le gustaban ciertas componendas y, en este sentido, nos cuenta lo que un alto directivo de banca le sugirió: “Miguel, si quieres trabajar en Madrid tendrás que ir a jugar mucho al golf. Y le contesté que no iba a jugar nada al golf”.
Eso no le ha impedido desarrollar proyectos relevantes para clientes de Madrid y hasta “de Malasia, Cuba o Brasil, pero siempre desde Estella”, recalca ufano y sonriente. “Es que nuestra tarea es intelectual. En general, no hace falta desplazarse a ningún sitio con los medios que hay. Y nosotros estamos altamente tecnificados, tenemos una estructura con unas herramientas y un conocimiento que no tiene prácticamente nadie. Está mal que lo diga yo, pero es algo que me preocupa ¡muchísimo!«.
«No me gusta trabajar para otros y mi idea de siempre era montar una empresa de proyectos».
Además de atender la empresa, ha sido profesor durante cuatro décadas en el colegio del Puy: «Ahora estoy en excedencia, vaya, no volveré a ejercer. Pero sí, desde los 19 años daba clases particulares los veranos y en el Puy de física, dibujo técnico y geometría descriptiva. Me ofrecieron ser profesor de la UPNA, de hecho soy patrono de la Fundación Universidad-Sociedad, pero me gusta más dar clases a los adolescentes porque, para mí, la educación va más allá de la transmisión de conocimientos, sirve para transmitir vida. Y el mejor momento para hacerlo es cuando los alumnos tienen esas edades porque están muy despistados, no saben qué hacer… Aún vienen por aquí chicos y padres para que los aconseje. Para mí eso es un orgullo, los atiendo y les digo buenamente lo que me parece que puede irles bien. Les ayudo a que tengan un panorama más abierto».
Los alumnos debían apreciarlo, lo que no es extraño teniendo en cuenta su carácter. De hecho, entre sus doce trabajadores hay varios de los que fue profesor. Entonces hace un alto y, como reflexionando en voz alta, añade que ha tenido «la inmensa suerte» de poder aunar «la faceta empresarial, la docente y el aspecto de la representación profesional y administrativa». Esta última a niveles máximos, porque es presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Ingenieros Industriales de España, decano del Colegio de Ingenieros Industriales de Navarra (COIINA) y presidente de Fundación Industrial Navarra. Y, hace menos de un mes, fue elegido nuevo presidente de la Unión Profesional de Colegios de Ingenieros (UPCI), de la que ya era vicepresidente, que aglutina a más de 250.000 ingenieros y está integrada por los nueve colegios de ingenieros superiores de España. Y la preside “desde Estella”, remacha travieso. “Tengo unos compañeros que son muy malos a la hora de elegir”, bromea. “Será porque soy una persona bastante inquieta, intento aportar, hacer cosas… Se habrán fijado en eso”.
¿De dónde saca tiempo para atender tantos compromisos? “Para dirigir instituciones, organizaciones o lo que sea, lo más importante, y ahí hay un error grave, no es el tiempo, son las ideas y el trabajo. Ya puedes tener tiempo que, si no tienes ideas, no harás nada. Y si no trabajas las ideas, tampoco. Bueno, si además tienes un poco de tiempo para pensar, mejor todavía”. Hoy rememora cómo llegó a un COIINA con pocos colegiados entonces y que, además, no participaban demasiado en la vida de la organización. “Vi que así no íbamos a ninguna parte. Para los egresados, éramos algo raro que estaba por ahí, las empresas no sabían ni que existíamos y para la administración suponíamos un mal menor. Pero contábamos con todo eso. Además de la representación institucional, teníamos a los alumnos, la universidad, las empresas y la administración. Y cantidad de compañeros. ¿Por qué no aunar todo ese tejido con un nexo común que fuera el Colegio?”.
«Ya puedes tener tiempo que, si no tienes ideas, no harás nada. Y si no trabajas las ideas, tampoco».
Bajo su dirección, se pusieron manos a la obra y nacieron Fundación Industrial Navarra y la Asociación de Ingenieros Industriales, a las que se asignaron tareas diferentes a las del Colegio para aprovechar sinergias y crecer. Ahora, sus dependencias son un trasiego de gente que acude a pedir consejo, formarse o cooperar, y han dado una gran visibilidad a una profesión a menudo desconocida: “Todo el mundo sabe qué hacen los médicos, los arquitectos o los carpinteros, cuando está claro que sin ingenieros no habría seguridad ni progreso, no habría carreteras, hospitales, comunicaciones, organización, servicios… ¡Nada!”
Matizamos que, al menos en los últimos tiempos, la sociedad ya ha percibido cómo detrás de todos los avances de que disfrutamos hay un ingeniero. “Ya, pero está tan asumido que no se le da valor. Ves un teléfono y das por supuesto que lo habrá hecho un ingeniero. Pero no sabes en qué consiste esta profesión. Eso es muy preocupante porque si estuviera valorada socialmente, se estudiaría más ingeniería. Antes aún contábamos con el acicate económico. Un ingeniero tenía que estudiar mucho, pero sabía que iba a vivir bien. Ahora no es así y, ante la dificultad de la carrera, la gente se echa atrás. Por eso tiene que visualizarse más”, argumenta convencido.
Esa es una de las metas del COIINA, que aspira a fomentar la llegada de más mujeres a la profesión. “Ante una máquina, muchas personas solo ven la cacharrería, no el trabajo intelectual que hay detrás. Eso también hace que no sea tan atractivo para la mujer», lamenta. Pero no está dispuesto a cejar en su empeño de alcanzar los objetivos que el Colegio se ha propuesto: “Y lo lograremos porque contamos con una gente absolutamente fantástica. No podíamos encontrar otra mejor”.
Nos explica que, cuando llegó en plena crisis económica, encontró a los empleados del Colegio preocupados porque, entre otras cosas, temían que sus puestos de trabajo corrieran peligro. “Les dije que no había que echar a la gente, sino darles trabajo. ¡Aquí no va a ir a la calle nadie, vamos a generar negocio, expectativas y futuro! Hoy están ilusionados porque ven resultados. Ese es el mejor ambiente laboral que puede haber”.
«Sin ingenieros, no habría seguridad ni progreso, no habrá carreteras, hospitales, comunicaciones, organización, servicios… ¡Nada!».
Volvemos al papel de los ingenieros en un mundo tan tecnificado. Ladea la cabeza a un lado y al otro cuando nos escucha y precisa que no solo ellos ejercen ese rol tan relevante, que también hay otras profesiones técnicas y científicas.
“Los avances propician un entorno de crecimiento brutal porque permiten que mucha gente entre en esa área. Así, el conocimiento se expande exponencialmente y, además, de una forma tan sencilla que se populariza rápidamente. Hace ocho años ni existía el WhatsApp, pero apareció y, a los cinco minutos, ya sabía utilizarlo todo el mundo”.
Insistimos, su aportación ha sido fundamental incluso en la pandemia. Pero cambia de tercio para criticar que está siendo gestionada de una manera «bastante errática». «Si los mensajes y las acciones de funcionamiento no tienen una dirección determinada para que todo el mundo los entienda como los tiene que entender, eso no funcionará nunca. Cada uno los interpretará de forma diferente y hará lo que le dé la gana», sentencia. De modo que censura a los políticos “por intentar sacar rédito de esta desgraciada situación” y concluye que “entre una cosa y otra esto tiene muy mal cariz, hay desánimo y preocupación, no solo por la salud”.
Entonces sí comenta la actuación de los ingenieros en estos meses. “En primera línea han estado los médicos, pero inmediatamente detrás y pegados a ellos estábamos, entre otros, los ingenieros. Y lo hemos hecho proporcionando no solo elementos de trabajo, equipos o herramientas, sino todo el aspecto logístico y organizativo de los hospitales”. Pone el ejemplo del hospital de Ifema, “que se montó en unas horas cuando nos había asombrado que los chinos montaran otro en quince días». ¿Lo adivinan? «El director de ese montaje fue un ingeniero industrial».
No hemos aprovechado para hablar del coche eléctrico, del 5G o el Big Data, ni de tantos otros temas en los que Iriberri nos ilustraría. Pero no se trata de escribir aquí una enciclopedia. Se lo indicamos y parece lamentarlo: “Podríamos seguir hablando hasta el infinito y más allá”. Así que, para rematar, volvemos a temas más personales. Acertamos al adivinar que no piensa en jubilarse a pesar de que, en breve, cumplirá 64 años. “No tengo ninguna intención. Entiendo que si tienes un trabajo monótono, aburrido y pesado, estés deseándolo. Pero si es interesante y divertido, y el mío lo es, ¿por qué?”. Sí va a ir dejando lo que denomina “el trabajo de las obligaciones, los compromisos, los horarios… eso me mata”. Y, así, su idea es centrarse en la “dirección pura, en tener ideas y aportar». Porque eso, para él, «es divertirse, el máximun del máximun».
Si en el trabajo se divierte, ¿en sus ratos libres se aburre? “Nooooo. Hago deporte. Me gustan mucho la bici de montaña y esquiar, así que tengo para verano e invierno… No soy un hombre de bares, prefiero la naturaleza, leer, nada extraordinario como ves”. Aventuramos que, quizá, una huerta en el futuro. Iriberri abre los brazos: «Tengo, pero en agricultura no distingo un guindo de un ciruelo. Me habría gustado que me hubiese gustado, pero no he tenido afición nunca. Mi huerta está… Si los comparas, el Amazonas es una autopista».