Llegamos a la hora de su comida y se aseguran de que seamos conscientes de ello. Corteses, sin hacer demasiado ruido, levantan la cabeza y vuelven su mirada sobre nosotras. Alguna incluso vence la timidez y se atreve a lamer el lente de la cámara. “La vaca es el animal más cotilla que hay, tiene que verlo todo, olerlo todo. Parece que no, pero tienen una jerarquía entre ellas. Sucede lo mismo que en una manada de lobos, donde hay un alfa. Aquí también hay una reina, aunque al principio es difícil distinguir cuál de todas es”.
Quien nos da esta lección básica de comportamiento bovino es Mikel Hernandorena. Bien conoce él a estos animales: ha estado rodeado de ellos desde su infancia. Debajo de la casa de su abuela en Arraitz –“como se hacía antes”-, se guardaban vacas. Miguel Ángel, padre de este joven ganadero, decidió dedicarse de lleno a esta actividad a principios de los 2000, cuando la fábrica en la que trabajaba cerró. Contó en ese momento con el apoyo de su mujer, Juana María, que abandonó su puesto de dependienta en Pamplona para ayudarle a crear la sociedad civil Hernandorena Ariztegui, integrada dentro del grupo Lacturale. Para entonces, el protagonista de esta historia apenas había comenzado a ir al colegio, pero ya apuntaba maneras.
“Aquí empiezas a ayudar desde que puedes. No podías conducir en la carretera, pero el aita te llevaba a la finca, te ponía la marcha del tractor, venía aquí a hacer una cosa y tú ibas dando vueltas y vueltas, mal o bien, pero las dabas. Y luego todos sabemos coger un arrimador de comida, mover las vacas”, rememora. Le preguntamos entonces si en algún momento vislumbró un futuro diferente al de sus progenitores, lejos del mundo rural y de ese pueblo –Arraitz-Orkin– que le ha visto crecer. Así es como sabemos que Hernandorena es el menor de tres hermanos. Las dos mayores, nos cuenta, trabajan en orientación social y en administración respectivamente. “Pero si tienen que ayudar, vienen, se ponen las katiuskas o lo que haga falta”, reconoce. El benjamín de la familia sí decidió permanecer en el sector, pese a todo. Y decimos pese a todo porque ni él ni nosotros somos ajenos a los problemas que afrontan agricultores y ganaderos en esta tierra.
Ese ímpetu fue precisamente el que le hizo merecedor del Premio Alimenta Navarra 2022 en la categoría de Relevo Generacional en el Campo. Con el 41,3 % de los votos, este ulzamarra de 26 años se erigió como uno de los ganadores de los reconocimientos, impulsados por Navarra Capital y NAGRIFOOD: “Cuando eres pequeño, igual percibes que esto es mucho trabajo y te echas un poco atrás, pero luego le vas viendo sus cosas buenas. Los animales te dan alegría. Algunos tienen un perro o un gato. ¡Pues yo tengo 200 vacas! Soy capaz de distinguirlas. Algunas vienen y te saludan. Otras no quieren ni verte, como la vida misma”.
Hernandorena estudió en el colegio público Obispo Irurita, de Larráinzar, “todo en euskera”. Posteriormente cursó un Grado Medio en el Centro Integrado Público Agroforestal de Burlada. Se planteó la posibilidad de seguir formándose, pero en el fondo sabía que quería probar suerte en la granja familiar más pronto que tarde. Se lanzó a la piscina, con el respaldo de los suyos. Creemos que nuestro entrevistado sospecha que no acabamos de entender cómo es posible que haya elegido esta vida, sobre todo en una época en la que la conciliación personal y familiar y el tiempo libre centran gran parte del debate laboral.
“A ver, es duro, es bastante esclavo. Pero siempre lo he hecho con esa ilusión. Ya que la familia ha montado esto, pues que siga adelante. Y, además, quedamos tan pocos…”. Dentro de esos “pocos” está uno de sus colegas -“unos cuatro años mayor” que Hernandorena-, que trabaja en una cuadra cercana junto a sus padres. También en su cuadrilla están familiarizados con este mundo. “Conocen lo que es esto, incluso han venido aquí a echar una mano. La vida en el pueblo te conecta con los animales. Aunque no estén trabajando en ganadería o agricultura, ellos saben que estas actividades son las que mantienen todo el entorno vivo”, argumenta.
“NO ME VEO EN UNA OFICINA”
Aunque la conversación no va por esos lares, no nos resistimos a cambiar de tema. Acostumbrados a la cómoda vida que ofrece la ciudad, sentimos la necesidad de saber cuántas horas al día trabaja Mikel Hernandorena. “¿Cuántas horas? Buena pregunta”, contesta mientras empieza a sumar. “Comienzo a las 8. Estoy en la granja unas nueve o diez horas en un día normal”. Parece demasiado razonable y, de hecho, lo es. Pero el ganadero no tarda en devolvernos a la cruda realidad. “Esto es en invierno, pero luego tenemos que hacer el corte de la tierra, la siembra… Puedes estar quince horas fácilmente, del día a la noche. Eso desde abril hasta junio y luego en septiembre y octubre”.
Lo dice con mucha naturalidad, casi restándole importancia. Quizá porque sabe que la alternativa de estar sentado todo el día durante una pantalla sería su peor pesadilla. “No me veo en una oficina -zanja-. El ordenador y yo somos amigos, ¿eh? Pero solo hasta un punto. En casa sé estar, pero poco. Me aburro, no me gusta, tengo que estar o con mis amigos o haciendo deporte o aquí”. En un plano menos personal, además, plantea que la tecnología ha suavizado mucho la dureza de su oficio. O dicho en otras palabras, que su día a día no es el mismo que el que vivían sus abuelos.
“Nos dicen que si contaminamos, que si no sé qué… Pero si los montes están limpios es por la ganadería y la agricultura”
“De ordeñar a mano hemos pasado a ordeñar a máquina y luego a emplear robots. Esa maquinaria permite romper los horarios. Si antes acababas a las 10 de la noche, igual ahora puedes irte a casa a las 20:30. En ese sentido todo ha cambiado mucho, pero a mejor”, defiende. Pese a reconocer estos avances, Hernandorena habla de un pasado que no conoció con cierta nostalgia. “Antes lo más importante era comer. ¡Y mira qué salud tenían nuestros padres y abuelos! ¡De hierro! Ahora muchos prefieren consumir cualquier tontería”, lamenta. En su discurso, sobre todo, lo que sobresale es una profunda admiración por sus antepasados. “Esas personas vivieron las penurias de su tiempo. Era duro -expone-, pero sencillo. No necesitaban mucho para vivir: unas vacas, el terreno e ir a la plaza a echar cuatro bailes”.
Distinta es la realidad que vivimos hoy, con infinidad de ofertas en los lineales. “Yo entiendo que muchas personas, con el salario que tienen, no se puedan permitir comprar productos más costosos. Pero si no se compran los productos de aquí a un precio justo, desaparecerán poco a poco, como ya han desaparecido muchas otras cosas. Igual nos hemos conformado un poco”, plantea. Por eso, el ganadero defiende que, ante un artículo de marca blanca y otro de un precio algo más elevado, el consumidor debe hacerse preguntas: “¿Qué parte del eslabón de la cadena pierde para que ese producto valga menos? ¿Quién no está cobrando? ¿A quién no se le paga?”.
A ese problema se suman otras dificultades como “la subida en los costes de producción” o el surgimiento de grupos que ejercen presión sobre las ganaderías. “Nos dicen que si contaminamos, que si no sé qué… Pero luego vienen aquí, ven todo esto y se quedan maravillados. Si los montes están limpios, es por la ganadería y la agricultura”, refuta.
Hemos regresado a la cuadra para resguardarnos del viento. Allí nos vuelven a dar la bienvenida dos vacas que lamen una especie de piedra marrón. “Es una piedra de minerales compactados -apunta-. Al fondo hay otra de sal. Ellas van suministrándose y cogen lo que necesitan. Cuando están en el prado, en cambio, hacen un agujero y comen tierra”. Va llegando la hora de decir adiós y no es necesario que le pidamos a Hernandorena que pronuncie unas palabras alentadoras a modo de cierre. Nosotros queremos oír lo último que quiere decirnos. “O tienes esperanza o cierras. ¡Yo no voy a cerrar! Entonces, ¿qué haría? Hay que seguir y pensar que vendrán tiempos mejores”, remata.