Venimos de mundos muy diferentes. Nosotras, de una de las capitales más caóticas y peligrosas de Latinoamérica, donde viven alrededor de tres millones de habitantes; ella, de un tranquilo y pintoresco concejo del valle de Lónguida, donde todos los vecinos se saludan por su nombre. Esther Burgui nació en Pamplona, pero en realidad es de Villaveta. Una localidad habitada, según los últimos datos recabados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), por unas 33 personas. Allí, mientras pasó gran parte de su infancia y adolescencia, fue desarrollando el amor por un oficio tan noble como arduo.
Tendrá que perdonarnos el lector. De hecho, casi lo primero que hacemos al comenzar esta conversación es entonar un mea culpa ante nuestra entrevistada. El asunto es que, al ser citadinas sin remedio, asumimos de entrada que todo aquel que dedica su vida a la agricultura o a la ganadería lo hace por una especie de destino familiar inexorable, en el que los hijos recogen lo sembrado por sus progenitores. Sin embargo, no siempre es así, y la prueba está delante de nuestros ojos. “Mi padre tenía un taller mecánico en Burlada y mi madre regentó un establecimiento de hostelería en Aoiz, aunque lo dejó poco antes de que yo naciera”, aclara Burgui. Ahora bien, no es que nos cueste admitir que no llevamos la razón, pero lo cierto es que tampoco estábamos tan alejadas de la realidad: su abuelo paterno, a quien ella no llegó a conocer, fue cerealista. Años más tarde, uno de sus hijos decidió seguir sus pasos y se convirtió, posteriormente, en el maestro de la pequeña Esther.
“Todos los veranos de mi infancia los pasaba con mi tío -evoca-, pero porque yo amaba el campo. Sentía que era mi lugar”. Aunque ya esbozaba un futuro entre la tierra y las semillas, su entorno más cercano le animó a amueblar bien su cabeza antes de tomar una decisión tan trascendental. “Mis padres me decían que primero estudiara y que, una vez formada, ya podría decidir qué quería hacer”, recuerda. Ella siguió ese consejo sin un atisbo de rebeldía y se matriculó en Ciencias Económicas y Empresariales en la Universidad Pública de Navarra (UPNA). No se arrepiente en absoluto de haber elegido ese camino. “Llegué a Bachillerato estudiando Ciencias de la Salud y del Medio Ambiente, aunque después me pasé a la rama económica porque no tenía muy claro hacia dónde me inclinaba. En todo caso, también era consciente de que quería tener una formación y hoy en día la agradezco. Es verdad que pasamos muchas horas en el tractor -sostiene-, pero también estamos las mismas o incluso más tiempo ocupándonos de trámites burocráticos. Y a la hora de entender las normativas, sin duda, el conocimiento que adquirí durante la carrera me ayuda”.
“Todos los veranos de mi infancia los pasaba con mi tío porque yo amaba el campo. Sentía que era mi lugar”
Después de terminar sus estudios universitarios, Burgui aterrizó en una entidad financiera, donde tuvo una primera experiencia formal de trabajo. “La verdad -admite con una tímida sonrisa- es que no me gustó la experiencia. Los superiores te exigían cumplir unos objetivos, pero no me gustó tener que vender productos cuando ni siquiera estaba segura de lo que eran. No lo pasé bien, eso no es libertad de decisión y no va con mi persona”. No obstante, podría decirse que ese paso por el mundo corporativo sí resultó decisivo, ya que la reafirmó en su empeño por hacerse con una explotación y comenzar a vivir de la tierra.
“En mi caso, fue una decisión propia. Tuve todas las opciones para salir al mercado laboral, pero quise quedarme en el campo”, defiende. En 2016, tras sortear una avalancha de trámites burocráticos, se convirtió en agricultora “a título principal”. Nosotras asentimos como si supiéramos de lo que nos habla, tratando de disimular nuestra ignorancia, y a posteriori buscamos la definición en internet. Se la traemos, por si tiene curiosidad: un agricultor a título principal, tal como lo establece el Real Decreto para la mejora y modernización de las estructuras de producción de las explotaciones agrarias, es aquel “que obtiene al menos el 50 por 100 de su renta total de la actividad agraria ejercida en su explotación y cuyo tiempo de trabajo dedicado a actividades no relacionadas con la explotación es inferior a la mitad de su tiempo de trabajo total”.
De esta forma, hace siete años empezó a sembrar por su cuenta trigo, cebada, avena y “algo de leguminosas” en secano. Poco tiempo después recibió una llamada de José María Martínez, expresidente de la Unión de Cooperativas Agroalimentarias de Navarra (UCAN), quien la animó a formar parte del Consejo Rector de la Cooperativa Cerealista de Urroz-Villa. ¿Fue una sorpresa? “La verdad es que sí -contesta-. No pensé que me llamarían porque llevaba muy poco tiempo en el sector”. Su condición de novata no le impidió rechazar la propuesta, sino todo lo contrario: la educación que había recibido en el campo la había animado a abrazar el cooperativismo.
“Es algo que mi tío me inculcó. Cuando me lo propusieron, me dijo: ‘No lo dudes, alguien ha trabajado por mí. Ahora vas a ser tú quien trabaje por ti y por los demás’. Luego me volvió a pasar algo parecido. Me llamó Patxi (se refiere a Patxi Vera, exgerente de la entidad y actual defensor del Pueblo), me ofreció el cargo, lo comenté con mi cooperativa y me dijeron que sí, que adelante”, relata.
SUS COMIENZOS EN UCAN
El segundo episodio al que hace referencia ocurrió en 2019, cuando se incorporó junto a Maite Resano, agricultora de Andosilla, al Consejo Rector de UCAN. Ambas se convertían así en las primeras mujeres que formaban parte de este órgano de decisión. Burgui siguió siendo la protagonista de distintos hitos en los siguientes ejercicios. En junio de 2021, un mes después de asumir la vocalía de Cultivos Herbáceos, tomó las riendas de la Vicepresidencia de esta entidad, que aglutina a más de un centenar de cooperativas agrarias. Y en marzo de 2023 relevó en el cargo a Martínez, al ser elegida como la primera presidenta de UCAN. Sus inicios al frente de esta entidad fueron algo movidos.
“En abril estábamos asustados, era una situación muy complicada. Solicitamos ayudas por sequía porque veíamos que el ganado no iba a tener pasto, veíamos perdida la agricultura de Tafalla hacia abajo. Afortunadamente, a finales de mayo llovió. Las reservas hídricas no aumentaron demasiado y mucha plantación de hortaliza ya se había desestimado, pero parte del cereal se salvó y hubo menos merma de producción de la que se esperaba”, sintetiza.
Asumimos que quizá el sector esté viendo ahora una luz al final del túnel, sobre todo tras las cuantiosas lluvias de las últimas semanas. Sin embargo, el exceso de agua también trae consigo algunos retos. “Estamos en plena siembra y tenemos problemas para entrar a las tierras, así que vamos a esperar a que salga el sol y seque un poquito. Con todo, que la reserva hídrica de Yesa esté muy por encima en comparación con los niveles del año pasado nos da tranquilidad de cara a la próxima siembra de hortícolas, no de invierno sino de primavera”, detalla.
“Tengo mi carácter y me gusta que todo esté argumentado. A mí, un sí porque sí no me vale. ¡Justifícame por qué!”
Más allá de abordar las coyunturas climáticas, durante la conversación también charlamos sobre su juventud y su condición de mujer en un sector “supermasculinizado”. Ella, sin embargo, le resta algo de importancia. “En cifras, las mujeres solo somos el 23 %. Y, por supuesto, el hecho de que la Gerencia (asumida por Eva Aoiz a principios de 2022) y la Presidencia de UCAN corran a cargo de mujeres es algo que llama la atención, no lo voy a negar. Pero no he sentido nunca el rechazo por ser joven o por ser mujer, no puedo decir lo contrario. Creo que el problema está en nuestra generación. Ya no se trata de ser hombre o mujer, sino de que falta compromiso. Es muy difícil encontrar gente para los cubrir los puestos en los consejos rectores, por ejemplo, porque no se quiere atender esa responsabilidad”.
Entendemos que este tema le afecta especialmente, ya que el resto de su discurso se caracteriza por un tono afable y pausado. Por eso también nos sorprende cuando, hablando de las ventajas de trabajar por cuenta propia, nos revela que tiene “bastante genio”. “Tengo mi carácter y me gusta que todo esté argumentado. A mí, un sí porque sí no me vale. ¡Justifícame por qué! Y bueno, al ser mi propia jefa, juego con el ensayo y error. Si hago las cosas bien, puede que tenga éxito; y si me equivoco, probablemente recoja poco o nada”, resume. Con esa actitud afronta sus dos trabajos: a veces de traje, reunida con presidentes, vicepresidentes y consejeros; a veces viajando a visitar otras organizaciones de España; y, en otras muchas ocasiones, con las manos y las botas en la tierra. “Compatibilizar una cosa con la otra es difícil, pero si quieres hacerlo puedes. En mi explotación no trabajan más personas, no puedo dejarla en manos de otros”, apostilla.
En ese trajín, esta agricultora de 35 años se siente cómoda. “No me gusta estar ocho horas entre las paredes de una oficina, no es mi sitio. Me resultan mucho más cortas las jornadas de doce horas en el tractor. Lo mismo me pasa con la vivienda: para mí, vivir en un piso sería como vivir en la cárcel. ¡Me agobiaría!”, suelta entre risas. Llegadas a este punto, nos replanteamos nuestro modo de vida, como si de pronto pudiéramos convertirnos en Heidi y mudarnos a un paisaje idílico, ajenas a los problemas de la vida real. Sin que Burgui lea nuestra mente, ella misma ofrece un contraargumento a lo que nos acaba de plantear. “A ver, la soledad en los pueblos pequeños, la oscuridad en invierno también hay que saberlos vivir, ¿eh?”, plantea. Pues nada, de momento nosotras seguiremos en la ciudad.